La chica salvaje | Crítica

Ecos de las marismas

Daisy Edgar-Jones en una imagen del filme.

Daisy Edgar-Jones en una imagen del filme.

Adaptación de la novela best seller de Delia Owens, La chica salvaje viaja a las marismas y los terrenos pantanosos de Carolina del Norte para recordarnos el ambiente patriarcal y clasista y la toxicidad masculina en la Norteamérica profunda de los 50 y 60, a propósito de la historia de una joven de familia rota y padre violento criada en soledad y aislamiento acusada de asesinar a un joven con quien mantenía una relación.

Uno esperaba un poco de gótico sureño pegajoso o, en su defecto, de drama judicial a lo Matar a un ruiseñor, pero lo que ofrece el filme de Olivia Newman, a mayor lucimiento de Daisy Edgar-Jones (Normal people), una nueva Anne Hathaway, no es sino un rutinario y aseado viaje de ida y vuelta al pasado por las circunstancias penosas que hicieron de esa chica destinada a ser carne de cañón un alma sensible, creativa y libre capaz de encontrar por sí misma la salida a su atolladero.

La cosa avanza así entre estereotipos y tensiones maniqueas con aires de telefilme de sobremesa en formato scope (para el paisaje) subrayando la maldad y la cobardía masculinas, la bondad de los buenos o la delicadeza estoica de nuestra chica salvaje en un entorno hostil. Cerrados los asuntos pendientes, la película nos reserva para su final un innecesario salto hasta el presente para recordarnos tal vez la vigencia moral de su legado empoderado.