Ni siquiera en los años 50 del pasado siglo una película como Las apariencias hubiera resultado contemporánea. La cinta de Marc Fitoussi basada en la novela de Karin Alvtegen-Lundberg parece vivir en un tiempo y unos conceptos morales y sociales definitivamente alejados del presente, incluso del de personajes como los que retrata a duras penas, gentes de esa alta burguesía urbanita y cultural que dedican sus tardes a recibir a las amistades entre champán y canapés fríos mientras esconden sus problemas bajo sonrisas forzadas. Las apariencias, ya saben.
Nuestros protagonistas son franceses pero viven en la alta Viena. Él es un prestigioso y estirado director de orquesta y ella dirige una mediateca francófona aunque prefiere la vida social. Las sospechas del adulterio disparan los celos y las enrevesadas estrategias de la esposa, y todo se precipita por el camino del despecho, la venganza y la obsesión por el control de la situación. El guion de Sylvie Dauvillier no ayuda demasiado a la verosimilitud y sobrecarga de situaciones azarosas y endebles personajes de thriller lo que podría o debería haberse resuelto en el ámbito doméstico. Al fin y al cabo, Fitoussi prefiere llevar el asunto por la vía dramática y morbosa antes que por el verdadero retrato de un fracaso conyugal.
No ayudan demasiado a contener el tono hipertrofiado del filme un Benjamin Biolay inexpresivo y en modo robótico y una Karin Viard empeñada en gesticular y abrir demasiado los ojos cada vez que descubre un nuevo engaño, una nueva sorpresa o tiene una nueva idea perversa para preservar la institución.