Madres paralelas | Crítica

Melodrama y Memoria

Milena Smit y Penélope Cruz en 'Madres paralelas'.

Milena Smit y Penélope Cruz en 'Madres paralelas'.

Hay dos películas buscando encontrarse en Madres paralelas, el 23º largometraje de Almodóvar y me atrevería a decir que el primero que reúne abiertamente esa doble faceta suya de cineasta-autor y personaje público dado a implicarse con la actualidad política, social y cultural española. La primera vuelve a adoptar la forma del melodrama, un melodrama que, como en sus últimos trabajos, funciona sobre el esqueleto de su narración depurada, precisa y magra, propulsada de una secuencia a otra, de una escena a la siguiente, con ese magisterio clásico y elíptico al alcance de pocos cineastas. La segunda, es sabido, quiere hablar de la Memoria Histórica (y su Ley) y reivindicarla en voz alta, sin paños calientes ni disimulos simbólicos. Ya desde la primera secuencia, con el nombre de Rajoy culpabilizado en boca de un personaje, se despeja toda duda acerca del compromiso y el punto de vista de Almodóvar sobre un tema sensible que, cabe recordar, afecta por igual a los hijos, nietos y bisnietos de los asesinados en los dos bandos de la Guerra Civil.

Pero estas dos películas no se encuentran del todo, a pesar de las resonancias sobre las maternidades truncadas, hasta casi los últimos quince minutos del filme. Lo que precede ese ensamblaje anunciado es, qué duda cabe, mucho más interesante, el meollo mismo del melo almodovariano y sus temas, figuras y giros habituales, elevado a la enésima potencia de concentración y sublimación dramáticas. Dos mujeres se encuentran en el paritorio para unir sus vidas más allá de lo imaginable, en la tragedia íntima y callada, en la amistad sincera, en la atracción y el amor filtrados por la culpa y el trauma. Es ahí donde Madres paralelas ejecuta su partitura de emociones, secretos, revelaciones y afectos con una precisión deslumbrante, donde Penélope Cruz y Milena Smit se entregan con un tono y una carnalidad asombrosos a unos personajes que se mueven en la frontera de lo cotidiano y lo irreal unidos por la ilusión y el dolor que espejean en dos generaciones que se entienden más allá de toda previsión condescendiente.

Son esas dos madres solas y paralelas las que mejoran y humanizan al personaje de Aitana Sánchez-Gijón y sus culpabilidades egoístas, las que hacen del que encarna Israel Elejalde, quintaesencia del hombre sensible y funcional marca de la casa, una pieza que entra y sale sin chirriar demasiado en un universo netamente femenino que se verá reforzado en ese tramo de salida, una vez más en el pueblo como hogar de las raíces al que regresar para aclarar las ideas y poner las cosas en orden, en el que las vemos caminar junto a otras mujeres antes del cierre del relato.

Y es ahí, en esa idea de la sororidad, la memoria colectiva y la herencia materializada en un par de planos, donde finalmente se suturan las dos películas que Almodóvar quería contar, ahí donde ese maravilloso tejido musical de Alberto Iglesias cosido a la medida justa de las emociones, pero siempre sin desbordarlas, adquiere finalmente su plenitud de sentido para dejarnos, casi contra nuestra voluntad estoica y nuestros inevitables prejuicios ante el panfleto, rendidos a la idea nodal de un filme cuya intensidad nos había abandonado en la ciudad tras su gran catarsis y su herida abierta.