Rifkin's Festival | Crítica

¿Debería aprender Allen de la Piquer?

Elena Anaya y Wallace Shawn, en la película.

Elena Anaya y Wallace Shawn, en la película.

Cuando tenía 52 años y estaba en plenas facultades, a Concha Piquer le falló la voz durante una actuación en Isla Cristina y allí puso fin a su carrera. Nunca volvió a actuar en público. Es una opción que Woody Allen, a sus 85 años, debería considerar. Él, por continuar con cantantes, ha preferido seguir el ejemplo de Sinatra, que cantó hasta los 81 años aunque tuviera debilitada la voz y se le olvidaran las letras. El público iba a ver al Sinatra anciano por devoción al joven y maduro, de los que algo conservaba. Sobre todo para poder aplaudirle en persona antes de que muriera. Quienes llenaban sus últimos conciertos solo le habían oído en grabaciones y es muy frustrante no poder manifestar la admiración.

El cine es distinto. Salvo sus raras apariciones en algún festival es imposible aplaudir a Allen por tantas divertidas, tiernas e inteligentes horas que nos ha hecho pasar ante una pantalla. Solo tenemos sus películas. Y el equilibro que ha mantenido en su larguísima filmografía -tras su divertido debut puramente cómico- entre (cito solo un par de cada dado su gran número) obras maestras (Manhattan, Delitos y faltas), grandes películas (Annie Hall, Hannah y sus hermanas), excelentes obras menores (Zelig, Broadway Danny Rose) y unas pocas malas o fallidas obras (Interiores, Otra mujer), con una afortunada preponderancia de las tres primeras, se ha roto. Y, dado que no podemos aplaudirle en su decadencia en recuerdo de sus grandes faenas, quienes le admiramos acabamos entristecidos al final de sus últimas películas.

Cuando estrenó Vicky, Cristina, Barcelona en 2008 se estrelló por primera vez en la comedia como solo lo había hecho cuando se puso los zapatos de Bergman o de Fellini. Pero después, junto a errores como A Roma con amor o Irrational Man, vinieron obras menores apreciables –Si la cosa funciona, Conocerás al hombre de tus sueños, Medianoche en París, Magia a la luz de la luna o Café Society- e incluso una gran película, Blue Jasmine. Pero de aquella han pasado siete años y los últimos tres, con Wonder Wheel, Día de lluvia en Nueva York y ahora Rifkin’s Festival, presentan un Allen agotado. En la primera lo devoraba Vittorio Storaro, gran director de fotografía que se cree aún más grande de lo que es y tiende a devorar las películas a las que debería servir; en la segunda le perjudicaba una historia flácida con un casting equivocado; y en esta vuelve a incurrir en importantes errores de casting, vuelve a estar Storaro fotografiando (esta vez con más contención, pero con aires de guía turístico) y vuelve a contarnos otra historia flácida que une, una vez más, una historia de viaje con paralelos enamoramientos extraconyugales de la pareja protagonista.

Europa le sienta mal, España peor. Esta es su película más floja tras 'Vicky Cristina Barcelona'

Allen y Storaro, o Storaro y Allen, sacan muy bonito San Sebastián. Allen ajusta cuentas con el cine que no le gusta y homenajea el que le gusta con unos curiosos apócrifos más o menos conseguidos. Si ha querido hacer un Zelig en el que lo cierto y lo falso se fundan, él mismo convertido en quienes admira, no lo ha logrado. Se le nota cansado por los años, por haber sobrevivido al tiempo y al público de su cine y quizás también por el acoso y la censura a los que estos últimos años se ha visto sometido.

Europa, salvo Londres, le sienta mal; y España, peor. Tras Vicky, Cristina, Barcelona esta es su película más floja por menos suya. O por ser exagerada y cansinamente suya, como si la hubiera rodado un imitador con algo de talento, pero sin su genio. Ojalá la vida le permita despedirse a lo grande con una mejor película. Se lo merece.

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