Un año, una noche | Crítica

Las partículas del trauma

Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant en una imagen del filme de Isaki Lacuesta.

Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant en una imagen del filme de Isaki Lacuesta.

Isaki Lacuesta va camino de configurarse como un cineasta de primer orden a golpe de zigzagueo y transfiguración. Alejándose voluntariamente de cierta concepción contemporánea de la autoría, sus películas van encontrando un traje propio y ajustado a la medida de cada asunto y cada tema, como si en esa capacidad de mutación residiera cierto sentido clásico del oficio que lo emparenta con los artesanos antes que con los creadores de universos personales.

Película de encargo, Un año, una noche es una nueva muestra de esta adecuación a unos materiales salidos de la realidad trágica de aquellos atentados en París de 2015 en las calles y la Sala Bataclan filtrados por la narración de la experiencia (post)traumática en el libro autobiográfico Paz, amor y death metal (Tusquets) del español Ramón González, superviviente del ataque terrorista.

Lacuesta y sus colaboradores Isa Campo y Fran Araújo, responsables también de los guiones de La próxima piel o La leyenda del tiempo, toman esos materiales adoloridos, colectivos y sufrientes para construir con ellos, siempre a través de su pareja protagonista, interpretada por dos extraordinarios Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant, un relato fragmentario agujereado por los fogonazos sensoriales de la memoria del suceso y zarandeado por el propio proceso de duelo, ocultación o catarsis que los atenaza en los días, semanas y meses posteriores al suceso.

Un año, una noche transita así por las consecuencias íntimas, físicas y psicológicas de un acontecimiento brutal que regresa inesperadamente en un brillante ejercicio de montaje que da sentido y cuerpo al propio e incontrolable acto de la memoria, a las preguntas sin respuesta e incluso a los fantasmas que acechan a la pareja y a los distintos y desiguales procesos en los que cada uno experimenta y gestiona la supervivencia.

Por el camino se cuelan también apuntes marginales sobre la política, la condición inmigrante, las diferencias culturales o de género, hay incluso espacio para oxigenar el núcleo del relato con algunas escenas de grupo, donde Lacuesta consigue incluso que intérpretes tan encasillados como Quim Gutiérrez respiren fuera de su modelo, aunque a la postre se trata aquí de hurgar con sensibilidad y a dos voces en la experiencia de lo inenarrable, en el bloqueo de las emociones, en el dolor y el desconcierto como muralla para el afecto y freno para el reinicio.