Una buena persona | Crítica

Hundirse con flotador

Morgan Freeman y Florence Pugh en una imagen del filme.

Morgan Freeman y Florence Pugh en una imagen del filme.

El melodrama indie viene ya prefabricado con aires de diversidad bien integrada, clase media empobrecida, caídas en picado con freno de seguridad y músicas melancólicas de Bryce Dessner (The National). Zach Braff (Algo en común, Ojalá estuviera aquí) le añade además esa infalible fórmula de la pareja de distintas generaciones (y razas) que se reconocen en la adversidad. Florence Pugh, estrella emergente y a la sazón coproductora, carga con el gesto de culpa y el trauma adictivo tras un fatídico accidente de coche. Morgan Freeman, voz imponente y cuerpo veterano para seguir ejerciendo la autoridad moral, sufre colateralmente las consecuencias como (mal) padre y abuelo desconcertado de una nieta desamparada.

Una buena persona los anuda en esos momentos del duelo para ayudarles a salir del pozo de la autodestrucción y darnos una (nueva) lección sobre el perdón, las segundas oportunidades y la redención, temas algo manidos de un drama que insiste tanto en la desgracia como destino común como adelanta y abre la previsible puerta de salida.

Nada pesa aquí demasiado a pesar del exceso de equipaje, tal vez porque Braff y sus actores, sí, también el propio Freeman, no consiguen dar cuerpo real a la densidad y el dolor de unos personajes que se saben demasiado trazados en su proyección y no tanto en el presente de sus circunstancias. Todo se reduce al fin y al cabo a creer o no creer, y a este cronista se lo ponen difícil.