Ghostland | Crítica

Gritos sin susurros en la casa de muñecas

Una imagen de 'Ghostland', de Pascal Laugier.

Una imagen de 'Ghostland', de Pascal Laugier.

Exponente de aquel cine de la crueldad galo que alcanzó cierto prestigio crítico hace una década, Pascal Laugier (Mártires, El internado) aborda esta co-producción franco-canadiense con unas mismas dosis de sadismo y brutalidad en estéreo para reescribir algunos lugares comunes del género y una particular relación materno-filial en una estructura narrativa que convierte su relato en un posmoderno juego del escondite y la sorpresa para el espectador ávido de giros y emociones fuertes y con un estómago a prueba de productos Magrudis.

Ghostland encierra a dos hermanas mal avenidas y a una madre en un caserón gótico con sótano repleto de muñecas, espejos y otros objetos siniestros salidos de un decorado del tren de la bruja, un caserón por el que Laugier hace pasar el crimen traumático, el tiempo, los recuerdos y las pesadillas en un tramposo viaje de ida y vuelta que altera todo contacto con lo real en un juego de metaficción (nuestra vejada protagonista es escritora de relatos de terror) que nunca queda aclarado en aras del golpe de efecto.

La película va pasando así pantallas de truculencia, exprimiendo el espacio y volteando sus cartas marcadas entre sustos de banda sonora, inflamaciones y heridas de látex y algunos toques de erotismo perverso que la convierten en un festín para amantes de lo extremo y una tortura para espectadores sensibles al volumen alto. A la postre, el juego de citas y referencias (Lovecraft, la bruja, el ogro…) termina desplomándose por extenuación y reiteración de unos mismos mecanismos que se intuye podrían proseguir hasta la náusea.