Christopher Robin | Crítica

Capitalismo de peluche

Ewan McGregor y el oso de peluche Winnie the Pooh en 'Christopher Robin'.

Ewan McGregor y el oso de peluche Winnie the Pooh en 'Christopher Robin'.

Hay dos maneras de ver y entender esta Christopher Robin, nueva adaptación mixta en imagen real y animación de los personajes de la serie Winnie the Pooh creada en 1925 por Adam Alexander Milne y convertida en franquicia por Disney desde 1966.

La primera es como una puesta al día de cuidado diseño de producción y ambientación de época (la Inglaterra de posguerra) que retoma al niño Christopher Robin (hijo del autor) y a su yo adulto (Ewan McGregor) a través de su relación con los animales antropomórficos de peluche que habitan en el Bosque de los Cien Acres, liderados por el entrañable oso Pooh, el cerdito Piglet, el conejo Rabbit, el topo Gopher o el inofensivo tigre Tigger. Una relación que juega con el tránsito de lo imaginario a lo real para, globo rojo en mano (como en la memorable cinta de Lamorisse), dejar sus moralejas blancas sobre el valor de la inacción, el juego cómplice, la solidaridad, la familia y el regreso a la infancia entre imágenes de conseguido fotorrealismo digital, una cierta candidez melancólica y una historia bastante plana y aburrida a leguas de las ingeniosas peripecias de su prima hermana Paddington.         

La segunda, mucho menos cándida, apunta a una trama escrita a seis manos (entre ellas las del indie Alex Ross Perry) que resuelve los apuros laborales de nuestro protagonista, jefe de eficiencia de una gran corporación industrial que fabrica maletas, ideando un feliz sistema de regeneración del consumo que consiste en dar más vacaciones pagadas a los empleados para que viajen y, por lo tanto, compren maletas. Extraña y perversa moraleja que, a los ojos cómplices de los animalitos de peluche y los espectadores embaucados, nos está colando de rondón nada menos que las bases fundacionales del actual modelo capitalista low-cost en su versión más blanqueada.