El padre | Crítica

Emocionante monumento a Anthony Hopkins

Olivia Colman y Anthony Hopkins, en una escena de 'El padre'.

Olivia Colman y Anthony Hopkins, en una escena de 'El padre'.

Florian Zeller es el más aplaudido autor actual de teatro comercial francés (ojo: nada malo hay en ello, muy al contrario, representa una cuatro veces centenaria historia que ha permitido a los autores vivir de sus obras porque el público disfruta de ellas) y el de mayor proyección internacional. En 2012 estrenó su obra El padre, interpretada por Robert Hirsh, que estuvo tres años en cartel e inmediatamente se convirtió en un éxito teatral internacional (en España la dirigió en 2016 Juan Carlos Plaza y la interpretaron Héctor Alterio y Ana Labordeta).

Como tantas veces sucede con este tipo de teatro la pieza está escrita sobre todo como un tour de force para el lucimiento de sus intérpretes. En París fue Hirsh, en España Alterio y cuando Zeller ha saltado a la dirección cinematográfica su intérprete es Anthony Hopkins (en quien pensó, sin lograrlo, como intérprete en inglés de su obra teatral), ese grandísimo actor que tras muchos años de sólido trabajo en teatro y cine se convirtió en una estrella con El silencio de los corderos. Antes había sido el magnífico secundario que conocimos allá por los años 60 en El león en invierno o El espejo de los espías. Después, en los 70 y los 80, fue el gran actor de Magic. El muñeco diabólico, El hombre elefante o La carta final, y en los escenarios del West End y Broadway el triunfador en Coriolano o Equus. Desde los 90 se convirtió en la estrella lanzada por El silencio de los corderos. Por ello pagó el precio de un cierto encasillamiento del que lo rescataban sus grandes trabajos en Tierra de penumbra, Lo que queda del día o Nixon. Desgraciadamente lo que llevamos del siglo XXI no le ha ofrecido, salvo poquísimas excepciones, películas a la altura de su talento. Esta le hace justicia.

El padre es un vehículo inteligente para el lucimiento de sus intérpretes. Hopkins brilla como hacía años no lo hacía, alcanzando la altura de sus mejores interpretaciones si no, a sus 83 años de vida y casi 60 de profesión, una de las más apabullantes. Interpretando a este padre anciano que se resiste a aceptar que el alzhéimer hace estragos en él y quiere mantener su fiera independencia contra viento de cuidadoras y mareas del amor –difícil: no es fácil querer a un viejo dotado de un inmenso talento para la ironía, el distanciamiento y el egoísmo– de su hija, Hopkins hace un alarde de sí mismo: a la vez que parece revisar, exagerándolos, todos los tics o recursos que lo han definido como actor atándolo a muy determinados caracteres, se reinventa como un actor dotado de más matices de los que sus muchos trabajos anteriores podían hacer sospechar. A lo que hay que sumar la fusión entre el actor teatral y el cinematográfico, que –al contrario de lo que sucedía con Laurence Olivier, que se situaba ante la cámara como si estuviera en un escenario– él ha sabido siempre mantener separados.

Hopkins es un espectáculo en sí mismo y la razón de ser de la película. El muy buen trabajo de Olivia Colman tiene algo de la ayudante del mago que cierra la caja para que este desaparezca o se deja cortar por la mitad. Su mayor mérito es resistir frente al huracán Hopkins y lo mejor de su interpretación, la medida que pone frente a su magnífica desmesura que huele a Oscar.

Zeller dirige sin dudas, recurriendo al lenguaje más clásico del cine, consciente de que todo se subordina al texto y a la interpretación. Lo que crea un marco estable, sereno y elegante al desbordamiento calculado de Hopkins. El uso del primer plano permite al autor teatral disfrutar con este recurso que el escenario niega. La puesta en imagen del crescendo emocional del final demuestra que el autor teatral ha sabido adaptarse bien al nuevo medio.

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