El diario de Próspero | Teatro

Calderón para postmodernos

  • Cuatro espectáculos y una exposición en la próxima edición del Festival de Almagro confirman que la vigencia del autor de ‘La vida es sueño’ es hegemónica, pero conviene andarse con cuidado

Figurines para ‘Céfalo y Pocris’, la obra que estrena el Teatro del Velador en Almagro.

Figurines para ‘Céfalo y Pocris’, la obra que estrena el Teatro del Velador en Almagro. / Festival de Almagro

Hasta cuatro espectáculos de Calderón de la Barca, incluido algún estreno absoluto, podrán verse en la próxima edición del Festival de Almagro, del 14 al 26 de julio. Contado así parece lo más normal, claro, pero dado que el certamen ha reducido su programación un 70% ante el recelo por el coronavirus, la proporción revela que la vigencia del autor de La vida es sueño es, más que notoria, hegemónica (precisamente, La vida es sueño ha sido el clásico español más citado, referido y divulgado de manera virtual durante el confinamiento por motivos hasta cierto punto lógicos). De entrada, la propuesta que más atención despierta en un servidor de las cuatro es la revisión que firman Juan Dolores Caballero y su Teatro del Velador de Céfalo y Pocris, despachada habitualmente como título menor por su carácter burlesco si bien en sus estrías desliza Calderón una sutil radiografía del ejercicio del poder ligado al sexo que en manos de la compañía sevillana cristalizará, seguro, con el acento barroco que merece. Sí que teníamos noticias de las Andanzas y entremeses de Juan Rana de Ron Lalá, aproximación al arquetípico personaje del Siglo de Oro al que recurrieron varios autores y que, en el caso de Calderón, remite sobre todo a su teatro breve y musical, a sus piezas pobladas de toreros, tonadilleras, golfos y sinvergüenzas por las que pasó nuestro hombre a la historia, también, como inventor de la zarzuela. Se podrá ver también en Almagro Casa de dos puertas mala es de guardar y El galán fantasma. Además, la exposición que acogerá el Museo Nacional del Teatro en el mismo Almagro estará dedicada a las representaciones de los autos calderonianos en los siglos XX y XXI. Habrá, por tanto, Calderón de la Barca para despacharse a gusto, lo que obedece a la evidencia de su abismal calidad literaria ya sea en sus registros más lúdicos o profundos, de las muchas soluciones y juegos que admiten sus obras a la hora de subirlas a escena (también en esto nuestro Calderón se parece a Shakespeare) y de la preferencia clara por parte del público, que no es poco. Viva, pues, Calderón. Aunque convenga andarse con ojo.

Imagen promocional de ‘Andanzas y entremeses de Juan Rana’. Imagen promocional de ‘Andanzas y entremeses de Juan Rana’.

Imagen promocional de ‘Andanzas y entremeses de Juan Rana’. / Ron Lalá

Precisamente, la exposición del Museo Nacional del Teatro concluirá su recorrido con la producción de El gran mercado del mundo que estrenó el año pasado el Teatre Nacional de Catalunya con la colaboración de la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Xavier Albertí. Y cabe volver a este montaje, bendecido con una fabulosa puesta en escena (no en vano Max Glaenzel es finalista del Max al mejor diseño de espacio escénico por su trabajo en tal menester), como modélico respecto a lo que se puede y se debe hacer con Calderón en el presente. Por muchas flores que le pongamos, los autos de Calderón no son más que advertencias moralizantes en torno a las expectativas de creyentes e infieles. Y, precisamente, El gran mercado del mundo ha sido tradicionalmente poco visitado en escena porque aquí la advertencia, aunque simbólica, se expresa bien a las claras y no hay excesivos clavos ardiendo a los que agarrarse más allá del pan, pan y el vino, vino. El gran mérito de Albertí es, precisamente, conducir el auto a una celebración de la existencia que convierte el prejuicio moral en un espejo donde cualquiera, ya sea del Barcelona o del Madrid, puede verse reflejado. Además de ser uno de los trabajos más recomendables del último teatro español, este Gran mercado del mundo desvela que la mejor manera de meterle mano a Calderón es darle la vuelta sin que deje de ser Calderón. Semejante maniobra no es precisamente sencilla porque en el autor el tuétano barroco aparece ya destilado, un tanto relajado muy a pesar de sus no pocos tientos canallescos: puede parecer que se va a los toros con la bota y la tortilla, pero lo que nos dice Calderón es que nunca faltemos a misa. Eso sí, en la dificultad está la grandeza del reto.

Calderón es hoy un antídoto contra el revisionismo censor, seguramente a su pesar

Permita el lector un apunte personal: hace tres años se estrenó, también en el Festival de Almagro, la versión que escribí de A secreto agravio, secreta venganza para la compañía malagueña Jóvenes Clásicos. En esta obra, considerada maldita dentro de su repertorio, Calderón absuelve el crimen por el que un marido celoso acaba con la vida de su esposa a cuenta del mismo honor que reivindicó el autor en El alcalde de Zalamea. Subir semejante discurso a un escenario en el siglo XXI podía resultar, además de escandaloso, decididamente fuera de lugar; la solución pasaba por establecer un diálogo entre esta absolución, cuyas costuras no han dejado de latir (ni mucho menos) en el mundo contemporáneo, y una sensibilidad que, consideraciones sobre el honor aparte, identifica hoy de manera mayoritaria la acción absuelta con una monstruosidad. Hay que subrayar, de paso, que A secreto agravio, secreta venganza es una obra endiabladamente bien escrita y, tal vez, una de las manifestaciones en las que Calderón menos tiene que envidiar a Shakespeare. El problema es qué hacer con la moral de Calderón: no se puede ignorar porque hacerlo significaría extraer la sangre que alimenta sus versos, ni se puede juzgar con criterios actuales porque ningún teatro bueno puede salir de ahí. Lo que sí corresponde es, como hizo Albertí con El gran mercado del mundo, entender qué quiere decirnos Calderón, cómo nos interroga y qué pretende para, a partir de ahí, responderle con argumentos propios. Y no será nada fácil, que conste, estar a la altura.

De modo que en esta época extraña marcada a fuego por un revisionismo censor, que condena a Lo que el viento se llevó por racista, a Lolita por hacer apología del abuso y a Shakespeare por cualquier motivo (cualquiera es bueno), en virtud de la trampa que convierte a la ficción en declaración de intenciones bajo cualquier circunstancia, Calderón se nos ofrece como un antídoto proverbial; como la oportunidad, al cabo, de dialogar con la vieja moral para comprender cuánto de ella perdura y con qué alcance nos escruta. Para esto, al fin, servía el teatro.

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