Los panes y los peces

Cómo ser humano

  • A propósito de ‘El filósofo del corazón’, el libro sobre Kierkegaard de Claire Carlisle que acaba de publicar en España la editorial Taurus: una oportunidad al colapso y la revelación

Detalle de la portada de ‘El filósofo del corazón’, de Claire Carlisle.

Detalle de la portada de ‘El filósofo del corazón’, de Claire Carlisle. / Taurus

Quizá en ningún otro momento de la historia haya sido esta pregunta tan difícil de responder como en la actualidad, en nuestra época, en nuestro mundo. Y quizá por eso mismo no exista una cuestión más pertinente, más urgente ni inquietante. Tendemos a identificar lo humano con el humanismo, esa especie de religión, heredera de los sofistas y del Génesis, cuyo credo se resume, a grandes rasgos, en que el hombre es la medida de todas las cosas y el dueño de todas las demás criaturas -también de sus congéneres, claro- y del planeta y sus recursos. Se puede afirmar, sin temor a exagerar demasiado, que la religión humanista, en cualquiera de sus muchas variantes, vertientes y credos, está detrás de los desastres políticos, económicos y medioambientales que parecen haber cancelado el futuro y cualquier dimensión metafísica para dejarnos únicamente, a modo de esperanza, de invitación al sacrificio y de remedio para todo -las próximas pandemias, el cambio climático, el hambre, la sed y la irrelevancia- una triste paradoja, la de que los grandes logros de la humanidad nos salvarán de las consecuencias de los grandes logros de la humanidad.

La crisis del humanismo, la sensación de fracaso que nos ha legado el proyecto de entronización del hombre, y que la globalización ha desnudado, la aprovecha el neoliberalismo para refundarse con un discurso basado en la necesidad -una necesidad inventada- de desprendernos de nuestra propia obsolescencia, como si fuéramos solo un producto más que, para seguir siendo rentable, necesita optimizarse, evolucionar. Dado que la naturaleza no existe -pues todo es tecnología- ¿por qué esperar, si con unos toques de ingeniería social centrada en las redes y una concepción de la vida enfocada en la huida hacia delante se puede implementar en un plazo sorprendente un nuevo concepto de doma? Pero el poshumanismo no nos convierte en poshumanos, por mucho que el sistema nos venda como logros de la especie las nuevas mutaciones del viejo mito de la tierra prometida, donde no hay sufrimiento, ni deterioro, ni muerte, y a la que llegarán, en nombre de quienes vivieron para nada, solo unos pocos representantes.

"Seamos humanos mientras la ciencia no descubra que somos algo diferente", escribió S. J. Lec, con su habitual causticidad y con notable anticipación, a principios de los años sesenta del siglo pasado. La ciencia no ha hecho aún tal descubrimiento, pero sí parece haberse arrogado en exclusiva la autoridad para definir qué es lo humano y cómo serlo, aunque se trate de una ciencia, en muchos casos, interesada, que nos ve como simples algoritmos modificables a placer. Si algo nos enseñan las redes es que cuanta más fe tengamos en nuestro libre albedrío, en lo irreductible de nuestra presunta esencia humana, más moldeables y manipulables seremos. Por eso es necesario que aprendamos de nuevo a dudar, para dudar de lo que nunca hemos dudado, de lo que se supone que deseamos y de donde se supone que nos dirigimos. Solo así podremos evitar, tal vez, convertirnos del todo en esclavos. Solo así podremos reconciliarnos con el sufrimiento, mirarlo a la cara, y estar dispuestos a recibir sus dones, pues ningún sufrimiento es más atroz que el de negar el sufrimiento mismo, barrerlo debajo de la alfombra como a un pariente pobre, indigno del emprendedor que llevamos dentro y del grado de optimización y automejora que somos capaces de alcanzar con nuestro esfuerzo, con esa mueca que interpretamos como alegría de vivir.

Kierkegaard aspiraba ante todo a convertirse en el “Sócrates de la cristiandad”

Y para aprender otra vez a dudar lo más indicado sigue siendo, sin duda, recurrir a pasatiempos inútiles y deprimentes como la filosofía. Más en concreto, a esos filósofos para quienes lo humano no era un mero atributo, algo que se daba por sentado, sino un hallazgo, el resultado de una búsqueda, de un proceso de autoconocimiento que podía durar toda la vida y acabar, en algunos casos, pagándose con ella. Como le ocurrió a Sócrates, en la Atenas del siglo de Pericles, y a Kierkegaard, aunque de otro modo, en la Europa del siglo XIX.

En su libro sobre este último, El filósofo del corazón, recién publicado en España por la editorial Taurus, Claire Carlisle nos cuenta que la máxima aspiración de Kierkegaard era convertirse en el "Sócrates de la cristiandad". Si al griego le gustaba compararse a sí mismo con un tábano, por su costumbre de incordiar a sus conciudadanos con el fin de despertarlos de su sopor y recordarles cuán desatendidas tenían sus almas, el filósofo danés no quiso ser menos y se propuso abrirles los ojos a sus compatriotas y correligionarios: desasosegarlos, sacudirlos, obligarlos a asomarse a los abismos del corazón, recordarles lo radical que podía llegar a ser la experiencia de conocerse a uno mismo y lo lejos que se hallaba esta de la comodidad y la autocomplacencia cultivadas por la sociedad y las instituciones. La filosofía de Kierkegaard, como la de Sócrates, no partía de conceptos previos, de abstracciones, sino de la propia existencia. No se dirigía tampoco a ningún ente abstracto, sino al individuo en particular. Con su duda y su ironía -a diferencia de sus contemporáneos, los románticos, y de los posmodernos- Kierkegaard no pretendía vaciar la realidad de significado para mayor gloria suya, sino provocar, como su maestro, el colapso de las estructuras mentales del interlocutor y favorecer así que la revelación -la verdad- se abriese paso entre los escombros.

Quizá sea mucho pedir que una revelación se abra paso entre los escombros de nuestro parapeto mental, pero, aun así, quizá merezca la pena echarlo abajo, renunciar a la tentación de la inocencia, al espejismo de la esperanza, a la banalidad de la anestesia, y atreverse a mirar el enorme vacío que nos envuelve a todos -los otros todos que nosotros somos, como dijo Octavio Paz, junto con todas las demás criaturas- a la cara. Sin paternalismo, sin redentorismo, sin cursilería. Quién sabe.

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