De libros

Laberintos del no

  • Los audaces escritos de Bazlen, uno de los 'bartlebys' de Vila-Matas, ven por primera vez la luz en España.

Informes de lectura. Cartas a Montale. Roberto Bazlen. La bestia equilátera. Buenos Aires, 2012. 126 páginas. 19 euros.

Cartas privadas y a sus amigos editores (suerte de informes de lectura), poemas y fragmentos narrativos, cortas digresiones, un boceto de diario y algo parecido a una novela inconclusa (El capitán de altura) fue lo que legó a la posteridad Roberto Bobi Bazlen, judío triestino nacido en 1902 cuyos vastos conocimientos literarios y profundos lazos con el mundo del libro -amigo de Svevo, Saba, Montale o Proust; introductor en Italia, entre otros, de Musil, Kafka o Freud- nunca le tentaron a convertirse en escritor, como muchos de sus allegados esperaron. Bazlen fue uno de los Bartlebys de los que hablara Vila-Matas en su ensayo sobre singulares ágrafos, de la estirpe del "preferiría no hacerlo" del escribiente de Melville, otro más de los impasibles observadores del "todavía no", como el Ulrich de El hombre sin atributos, justo una de las grandes novelas que Bazlen ayudara a publicar gracias a sus irrepetibles misivas (sólo un primer lector de su inteligencia podría haber calificado la obra inacabada de Musil de "fragmento de dos mil páginas").

"¿Acaso te volviste loco, que pretendes hacerme colaborar en una revista? Soy una persona decente que pasa casi todo su tiempo en cama, fumando o leyendo, y que cada tanto sale para hacer alguna visita o para ir al cinematógrafo. Además, carezco por completo de espíritu mesiánico-divulgativo, y jamás he sentido necesidad alguna de compartir mis ideas con los demás, menos aún con los lectores de revistas". Así se expresaba Bazlen en 1925, en una de las cartas dirigidas a su gran amigo Eugenio Montale que este pequeño volumen editado por los argentinos de La bestia equilátera compila junto a los informes de lectura que el de Trieste escribiera para las editoriales Einaudi y Adelphi al final de su vida (Bazlen moriría en Milán, en 1965, tras haber pasado largas temporadas en Roma y Londres). Sin haber publicado nada durante la misma, pero convenientemente traicionado en esto por Roberto Calasso -quien cinco años después de su muerte reunió sus breviarios en el bello volumen Note senza testo-, la leyenda de Bazlen no ha hecho desde entonces sino crecer, a lo que contribuyó en los años ochenta la novela quest de Daniele del Giudice El estadio de Wimbledon, reactivada luego por el cine de la mano de Mathieu Amalric, quien la adaptó cambiando de sexo al protagonista del libro -un joven que investiga el porqué de la renuncia de Bazlen a la escritura- para así impresionar en celuloide la peculiar belleza de Jeanne Balibar. Pero esta llama se ha mantenido viva porque Bazlen ya fue legendario mientras vivió, porque su bagaje innato -el don para las lenguas, auspiciado por las dos, alemán e italiano, que le regalaron sus padres- se alió con una vocación sin oficio, la de lector voraz, que, alimentada por la pereza, hizo brotar la estética en la propia existencia -la vida como obra de arte-, un florecimiento siempre frágil y del que estas anotaciones que lo sobrevivieron quedan como innecesario pero milagroso vestigio.

Lo que advierte su amigo, el escritor y poeta Sergio Solmi, en la nota que abre el volumen, que lo que singulariza tanto los informes de lectura con los que Bobi buscó hueco editorial en Italia a buena parte de la mejor literatura del siglo XX viene determinado por una natural fluidez entre literatura y vida. Es decir, por la consideración de la cultura no como algo atravesado por la moda o sujeto a endebles nominalismos, sino como el lugar de un encuentro. Es ahí donde un libro es como una persona, nos provoca admiración o rechazo, nos seduce o irrita; ahí donde tras el "interés literario" se detecta un "interés humano", la pasión por saber de nosotros a través de nuestros semejantes, a partir de lo que la letra revela. Ese y no otro es el sustrato de sus cartas al propio Solmi, a Foà, a Ponchiroli, la sustancia de unos apuntes libérrimos, trufados de pinceladas en alemán o francés y alineados más cerca del registro hablado que del epistolar, desde donde Bazlen teoriza, sin proponérselo, sobre un más allá de la perfección y el engolamiento literario. Se trata, en su terminología, de un combate contra "la máquina": lo que hunde a Robbe-Grillet o Doderer ("[...] me impresiona que un hombre [...] pueda pasar uno o dos años de su vida dedicado al único fin de crear una máquina" [...]; "Tal vez sea perfecta como máquina, pero es de un tedio indecible"), y salva, por ejemplo, a El gran Meaulnes de Alain-Fournier ("Delicadísimo y muy simpático. Escrito, afortunadamente, no demasiado bien"). E, íntimamente relacionado con esto, de una desconfianza ante los preceptos que rigen el mundo editorial (sobre El espacio literario de Blanchot: "Para que tengan una idea, basta leer las páginas 179-184. Y llegado el caso, confrontarlas con las idioteces sobre Orfeo hacia el final del libro de Marcuse que han contratado"; o el Überwindung der Kunst de Dorner: "Hay que publicarlo, sin más: es un óptimo antídoto contra los muchos libros de Kunstgeschichte que ustedes han publicado y publicarán").

Muchos de los tópicos contra los que combatió este -el adjetivo es de Solmi- "anticipador", este crítico-antes-de-la-crítica, siguen vigentes y quizás más compactos que nunca en nuestros aciagos días de sentimentalismo y novela histórica. Al menos se salvaron del No y del silencio sus penetrantes y divertidísimas cuasi recensiones, para mitigar nuestro estupor (sobre Al filo de la tristeza de O'Connor: "Muy buen prosista. Leí un centenar de páginas. Lo olvidé. Me enteré de que había ganado el premio Pulitzer. Lo retomé. Leí una veintena de páginas. Me dormí. Lo pasé a una lectora de novelas. No pudo terminarlo [...] Para mí, es la última novela irlandesa de mi vida"; o "Intenté leer a Nelly Sachs, pero después de un par de escenas, sin darme cuenta, me encontré leyendo ávidamente los dos actos (muy lindos) de Beckett, que me devolvieron la fe en la humanidad (algo que por cierto no estaba en los planes del pobre Beckett)".

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