El jueves pasado, muy próxima ya la celebración de los Fieles Difuntos, Alianza editaba de nuevo el Don Juan Tenorio de Zorrilla, hijo romántico y apaciguado de aquel monstruo barroco de Tirso, cuya altivez sobrepujó y se impuso a la misericordia divina. Cuenta Azorín que un Zorrilla joven y desmedrado echó unos versos deplorables sobre la tumba de Larra; y que ésa fue, de algún modo, su presentación al Madrid literario del Ochocientos, repentinamente huérfano de Fígaro.
Sea como fuere, entre la muerte de Larra y el estreno del Don Juan Tenorio en el Corral de la Cruz (1844), median siete años. Los años que van del mozo abrupto y provinciano que lloró a Larra en el cementerio del Norte, al hombre de veintisiete años que triunfa con uno de los grandes mitos del XIX europeo. Entre nosotros, el grande y malogrado Víctor Said Armesto publicó en 1946 La leyenda de Don Juan, donde se hacía una espléndida y documentada defensa del origen español de Don Juan, en contra de la erudición italiana (Farinelli, mayormente) que lo imaginaba hijo del Lacio. También nuestro admirado Jacobo Cortines dio a las imprentas sus Burlas y veras de Don Juan, recordándonos la profundidad humana (y acaso el injustificado olvido) de una de las criaturas que acuñaron, con el metal más puro, la imagen mítica de Sevilla.
¿Por qué hemos escrito, entonces, “Ovidio en Sevilla”? Porque si atendemos a la imagen en piedra del Comendador, si atendemos a esta escultura adusta y fantasmagórica, así como a las páginas de Said Armesto, es el Pigmalión de Ovidio quien nos viene, inevitablemente, a la cabeza. Un Pigmalión que sueña y teme que las estatuas cobren vida, y que revela la naturaleza transgresora, el carácter sacro, la terribilitá ingénita del acto creativo. No en vano, Don Juan, este Don Juan Tenorio de Zorrilla, transgresor y amante vertiginoso, será la cifra de un XIX romántico que, sin embargo, ya conocía el tedio de los cafés y sospechaba la poética impersonal y amorfa de los tranvías.
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