Fantasmas | Crítica

Terrores domésticos

  • En 'Fantasmas' se recoge una estupenda antología de relatos victorianos y eduardianos, en la hora mayor del espiritismo, el magnetismo y el terror sobrenatural, que precedió a las vanguardias

Imagen de una aparecida victoriana

Imagen de una aparecida victoriana

Es Freud quien formula el término “unheimlich”, en 1919, tomando como base un relato de Hoffmann, El hombre de la arena, para referirse a ese terror de lo cercano, de lo doméstico, súbitamente vuelto amenzador y extraño. “Lo siniestro” es, pues, lo hogareño sin su domesticidad y lo amado sin ternura alguna. Pero también, y principalmente, lo habitual desplazado hacia una oscuridad donde la muerte penetra lo cercano. Es este asunto de la domesticidad inhóspita el que estructura la totalidad de los relatos de fantasmas aquí recopilados. Y por no categorizar en exceso, una gran mayoría de ellos, donde lo que peligra es la paz burguesa de los hogares, atenazados, acaso por última vez, por las fuerzas de lo trascendente.

En estos relatos espectrales se hallan envueltos en cierto tono científico, muy de la época

Esta es una de las apreciaciones que, muy oportunamente, se introducen en esta espléndida edición, anotada por los profesores Antonio Andrés Ballesteros González y Julio Ángel Olivares Merino, y donde se recoge la imaginería espectral de buena parte del siglo XIX y el primer cuarto del XX. Una imaginería que, como no se deja de señalar en las presentes páginas, vino muy vinculada a las capacidades técnicas de la época, y envuelta en cierto tono científico (mesmerismo, magnetismo, espiritismo, etcétera), que alcanzó incluso al desdichado Conan-Doyle, quien atravesó el globo trayendo la buena nueva del trasmundo, tras perder un hijo en la Gran Guerra. Otra de las peculiaridades de esta antología es la destacada presencia de escritoras, lo cual corresponde a una conocida verdad histórica y social del XVIII-XIX, quizá no suficientemente valorada, pero que era ya una realidad obvia en el temprano terror gótico de Anna Radcliffe. De modo que, junto a conocidos relatos de Dickens, de Stevenson, de Sheridan Le Fanu, de Bram Stoker, de Henry James, de Rudyard Kipling, etcétera, hallamos piezas, no menos célebres, de Vernon Lee, de Elizabeth Gaskell, de Margaret Oliphant, de Charlotte Perkins Gilman (impresionante y angustioso su El papel pintado de amarillo) o de Edith Warton. Y todo ello, repito, en un mundo clausurado y doméstico, donde la mujer tiene un papel central, ya sea como víctima, como verdugo o como mero espectador aterrado.

Sería, por otra parte, poco realista, dar noticia aquí de los veintitrés relatos que componen estos Fantasmas. Sí cabe decir, en cualquier caso, que, además de esta proximidad, de este triunfo de lo unheimlich sobre la utillería ojival del primer Romanticismo, se ofrece un estupendo ejemplo del Mal asociado al Genio, del Arte como fruto demoníaco, que fue común en el fin de siglo simbolista, y que Vernon Lee utiliza para componer, con Venecia de fondo, una crepuscular y maliciosa estampa -imaginaria, naturalmente- del castrato Farinelli. Ahí se conjugarán el pasado como albergue y fuente de lo extraño y el artista como émulo de un dios, de naturaleza equívoca. Se ofrecerá, en suma, el Mal como última forma de lo trascendente, en la hora de la telegrafía y el mecano de vapor de Watt.

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