De libros

El alumbramiento en mitad del incendio

  • Pablo Gutiérrez teje en 'Democracia' una poética y contundente radiografía del holocausto económico.

Democracia. Pablo Gutiérrez. Seix-Barral. Barcelona, 2012. 240 páginas. 17 euros.

El ruido es continuo, despiadado, imbatible. No cesa, y ese es su gran triunfo. Nos persigue: zumba sobre nuestras cabezas cuando dormimos y se hace ensordecedor en cuanto abrimos los ojos. Respiramos inmersos en esa cacofonía de la que apenas sabemos, a la que acudimos, de la que formamos parte. Y es cierto que tratamos de encontrar pautas, felices casualidades que nos digan: Hay un sentido. Todo esto -tu vida de alarmas e inercias, el absurdo o el insulto de los de fuera- tiene una armonía, una cierta justicia. Lo hay, seguro, algún tipo de guión oculto. Pero la mayoría apenas logramos atisbar más allá del embozo de nuestras camas, en el duermevela.

No es fácil penetrar en mitad del ruido y desencriptarlo. No es fácil ordenar lo que aletea dentro y fuera, tan aturdidos estamos. Necesitamos de alguien que rellene los espacios en blanco, los capítulos extraviados, que le dé nombre a lo que somos incapaces de expresar.

Pablo Gutiérrez tiene ese don, o ese coraje: se esfuerza en desentrañar el ruido. Te dice: las flores que crecen junto al alambre crecen con fuerza, y lo crees como axioma. Te habla sin impostura, como te hablarías a ti mismo cuando apenas aciertas a murmurar cosas en el duermevela, decidido a contarte las muchas historias de cada detalle, de cada imagen. Y lo hace con habilidad, lejos de lugares comunes, aún más lejos de redencionismos. Con un lenguaje tan certero que parece la trama misma -no hay párrafo malo en lo que firma-.

Pablo Gutiérrez publicó hace un par de meses su tercera novela, Democracia, respaldado por Seix Barral. Un libro que comenzó a escribir, dice, como un intento de explicarse a sí mismo los porqués de la crisis con la que hemos saludado al siglo.

Como toda historia, Democracia tiene una excusa, la trama evidente -el proceso de defenestración social y personal que vive el protagonista, Marco, que llega a verse como víctima propiciatoria del actual holocausto económico-, y una intención obvia: el narrar la "destrucción del sistema financiero y su reconstrucción sobre nuestras espaldas machacadas". Para ello, Pablo Gutiérrez hace uso de La tormenta financiera, de Georges Soros -y del propio Georges Soros como personaje, transmutado en una especie de Obi Wan conocedor de la clave última del Universo-; de hechos de la historia reciente; de citas de Marvin Harris, de Karl Popper o de los manuales de Ciencias Sociales de Santillana. Y, sobre todo, hace uso de significativos personajes, que van del inevitable Joven Director General, todo predeterminación y circunstancia -"Si vas a follar con una chica, no lo hagas en tu propia habitación. Si vas a probar meta, no lo hagas el lunes por la tarde. Porque mamá no se entera de nada. Pero papá da hostias de boxeador"-, a Flaco y el Barbas, la "pareja cómica del altermundismo", que encuentran en el 15-M su panacea justo cuando "ya no les quedaba gran cosa: Rusia era la mafia, Cuba era la enfermedad de Castro, la sostenibilidad era un epígrafe de cualquier programa electoral, la ecología era una sección del supermercado y los antidisturbios se dedicaban a perseguir hinchas de fútbol".

Siendo distinta en escenario y concepción inicial, Democracia guarda un aliento muy similar a Nada es crucial: ambas, afirma el propio Gutiérrez, pretenden ser un "vistazo al pasado inmediato" y ambas son, también, novelas de corte social; ese epígrafe tan plúmbeo, al que la literatura contemporánea parece haber cogido miedo. A las letras españolas, que decía Eduardo Mendicutti, les ha venido faltando desde hace un tiempo realidad de calle, como si hubiéramos decidido entre todos que todos éramos profesores de universidad, arquitectos, mujeres sofisticadas en crisis; como si hubiéramos olvidado que la literatura está, sobre todo, para alumbrar.

Democracia y Nada es crucial guardan otras muchas cuestiones en común: el pulso, la mirada, incisiva, la crítica (más allá de lo manido) a lo que hemos dado en llamar el sistema y la querencia por los personajes heridos e inclasificables, no computables, fuera de la sociedad pero tal vez no enteramente marginales, dignos habitantes de aquella Islandia de Un mundo feliz, adonde iban a parar todos los heterodoxos. Y narra, también, las grandes falacias que hay en el marchamartillo común que nos dice que lo hemos conseguido, que somos una sociedad abierta e igualitaria -cuando, realmente, uno puede hacer muy poco para saltar, para cambiar de casilla, para librarse de su barrio, su colegio, su acento, sus ancestros-.

Estás en lo cierto -nos quiere contar Pablo Guitérrez-, en mitad de la sonrisa cosida y las risas grabadas, esto no ha sido nunca más que un tremendo holocausto. Los sacerdotes son los de siempre, los señores del oro son los de siempre y las víctimas sacrificiales son, también, las de siempre. Y no todo es como te dicen, no todo es como nos quieren hacer creer, por eso hay que esforzarse por mantener los sentidos alerta: "Frente a la hostilidad del gran mundo, la construcción del pequeño mundo de cada uno".

A eso parecen dedicarse, precisamente, los machacados héroes de Gutiérrez: todos ellos se repliegan y observan desde el borde, alimentándose, principalmente, de dibujos, palabras, leyendas, poesía. No hay otra manera de buscar agarraderas, no hay mejores tácticas de supervivencia. Lo justo, la verdad, la belleza, son las únicas piedras de toque, lo que nos alerta en mitad del ruido, en ese duermevela crepuscular. Ese es el mensaje: tan antiguo y tan cierto.

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