Los dineros | Crítica

El capital ignífugo

  • Athenaica publica 'Los dineros', obra de Pedro G. Romero sobre la espiritualidad y el componente iconoclasta del dinero, que viene escoltada por un prólogo de Esteban Pujals Gesalí y un epílogo de Germán Labrador Méndez

El artista y escritor nacido en Aracena Pedro G. Romero

El artista y escritor nacido en Aracena Pedro G. Romero

Es Le Goff, en sus Mercaderes y banqueros en la Edad Media, quien explica la asombrosa hechicería que se opera, tras la gran recuperación del comercio en el siglo X-XI, en torno al dinero. Y más que al dinero, a la estructura financiera, a la portabilidad del endeudameinto y la compleja contaduría moderna, que habilitó el mundo y su infinito entrecruzarse, tal y como hoy lo conocemos. Esta contabilidad, por otro lado, es obra de aquel fray Luca del Borgo que denuncia Vasari en sus Vidas, como desleal a Piero della Francesca, y que no es otro que el matemático Luca Pacioli, inventor de la contabilidad por partida doble. Sin esta espiritualización del mundo, reducido a infolios y pliegos en papel timbrado, los breves miradores que aún hoy hermosean el horizonte urbano de Cádiz, y desde los que se oteaba, angustiosamente, la llegada de la Flota, no hubieran tenido lugar ni explicación posible. Es esta descorporeización del dinero, en resumidas cuentas, la que el artista y escritor Pedro G. Romero aborda en las presentes páginas. No sin ironía, por otro lado, ya que se trata, en doble e inconcreto aplazamiento, de unos Apuntes para un Proyecto de Diccionario de Economía Política.

En 'Los dineros' se recuerda el carácter espiritual y la naturaleza lingüística de la moneda

Como ya se ha dicho, esta inatacable espiritualidad de lo dinerario adquiere una penúltima perfección con la pérdida del patrón oro, en la segunda mitad del siglo XX, tras los acuerdos de Bretton Woods, y culmina hoy, comenzado el XXI, tanto en la vertiginosa encriptación monetaria a la que asistimos, y cuyo hermetismo es tan fascinante como inextricable, cuanto en la virtualización de la moneda física, cuyos vestigios últimos acaso estemos hoy disfrutando (recordemos la solemne artesanía de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, que remite a la vieja Casa de la Moneda de Sevilla, donde el mundo se monetiza e interpenentra, por primera vez, de modo irrevocable). En definitiva, lo que se pretende aquí, en esta obra de espléndido título, Los dineros, es tanto recordar la naturaleza espiritual, el carácter lingüístico del dinero (los cínicos se definían como “falsificadores de moneda”; esto es, dispensadores de un sentido impropio, o distinto, a la moneda común, a la palabra), como su carácter cultural, vale decir, adquirido, bajo el cual los hombres se organizan o desorganizan en nombre de esta antigua deidad, cuyo escalofrío recorrió a Moisés cuando conoció la espuria advocación de su pueblo -así lo imaginó Miguel Ángel-, mientras él recibía las tablas de la ley.

Se trata, en cualquier caso, en este Los Dineros, de una prospección sentimental, por donde toma cuerpo la intensa fantasmagoría de la riqueza y su acopio, de la generosidad y su llama, y donde el capital ha adquirido, finalmente, un carácter ignífugo. A ello se añade la particular indagación de tales cuestiones en la geografía barcelonesa, principalmente, y cuya prospección es también una prospección por el pasado de España, ya sea en la hora aciaga de la Guerra Civil, en un caso particular de iconoclastia, como en la España quinqui del postdesarrollismo, acaudillada por el Torete y asimilados. Ya no cabe, en todo caso, el ingenuo iconoclasta que queme los billetes en señal de protesta. Y tampoco, por iguales motivos, el financiero orondo que prendía sus habanos con un billete crepitante. Hoy el dinero, intangible, tal vez tenga su fuente, no en el habano, sino en la salud, no el humo, sino en su prosecución y anatemización ecológica. Aquel grabado dieciochesco que recordaba Toynbee, donde la ciudad marchaba sobre el campo, recogía tanto el triunfo de la Revolución Industrial que glosaría adversamente Marx, como la espiritualización de lo real, su conversión en fantasmagoría, que dictaminó Berkeley, y cuya repercusión tal vez fuerza una cierta indiferencia, una sólida ceguera, ante el hacinamiento de los hombres en los infinitos slums del extrarradio, vagamente poetizados e higienizados por Ebenezer Howard y sus Ciudad-Jardín. El dinero, en fin, es ubicuo y proliferante, como los sueños. También como la incierta poesía, como la cautelosa virtud evocativa que el hombre adjudica (este libro recoge no pocas estampas líricas), a sus numerosas formas; formas que se escanden entre la culpa, la avidez y el fuego que todo lo consuma.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios