'Casas y tumbas' | Crítica

Lo que no se puede sujetar

  • Bernardo Atxaga, último ganador del Premio Nacional de las Letras, propone en 'Casas y tumbas' una narración libre y difícil de definir

Bernardo Atxaga (Asteasu, Guipúzcoa, 1951).

Bernardo Atxaga (Asteasu, Guipúzcoa, 1951). / Luca Piergiovanni (Efe)

Bernardo Atxaga puede presumir, aunque su natural recato se lo impediría, de ser el escritor en euskera más leído y traducido del mundo. Narrador, poeta, ensayista y hasta compositor de letras de canciones, es también uno de los autores más reconocidos de nuestro país, como demuestra la nutrida relación de premios obtenidos a lo largo de su trayectoria literaria. Entre estos galardones figura el Nacional de las Letras, que consiguió en 2019. Fue entonces cuando declaró que despediría su exitosa carrera como novelista con este Casas y tumbas, que vio la luz en febrero, justo antes de que todos nos viésemos obligados a confinarnos en esas casas que han sido verdaderas tumbas para algunos.

Atxaga es un autor de afinidades emocionales, las que despierta en sus lectores, y de evidentes fidelidades: el arraigo confeso a un territorio, el gusto por una traducción propia de la realidad, que convierte la memoria en el único instrumento válido para levantar el armazón de sus historias, por más que luego se cuelen elementos externos que ayuden a darle forma definitiva.

Casas y tumbas es una novela difícil de definir porque toca palos diversos, diversas perspectivas y formas de contar varias. Es una narración libre en su forma y atada a las emociones más profundas en su contenido. Atxaga despliega en ella un mundo que parece pertenecerle, pero no se ciñe a estereotipos, ni siquiera a los propios. Uno de los elementos fundamentales de este libro es la superación del territorio particular que el autor vasco ha ido afianzando a lo largo de sus obras. La geografía de esta novela es en parte conocida por el lector de Atxaga, esa que nos remite a la tierra, a la aldea, a la naturaleza capaz de conectarnos con la vida en su forma más elemental y profunda. Es el espacio de la mítica Obaba trascendida en el Ugarte de los primeros 70, una vuelta de tuerca más que nos coloca en un ámbito intermedio entre esa tierra ancestral y primigenia y el mundo moderno: como símbolo indiscutible, la televisión, que es esa ventana que nos saca de nuestro entorno para lanzarnos a universos insospechados. Pero aunque Ugarte es el centro emocional de la novela, no es el único ambiente que transitan sus personajes, que vuelan a otras ciudades, y hasta a otros países, para cumplir con el destino de cada uno.

Ugarte es el territorio de la infancia y, como tal, el paraíso perdido en el que se sembró la semilla de la felicidad o el drama futuro. Un paraíso poblado de animales capaces de provocar la tragedia o de obrar el milagro. Perros, jabalíes, peces y hasta una elocuente urraca se yerguen como personajes con plenos derechos en una narración que repetidamente los alude y los convierte en protagonistas. Una reveladora relevancia adquieren también las canciones. Tradicionales o modernas, marcan el ritmo de la narración y, en ocasiones, se convierten en el desencadenante del hilo argumental. Algunas de ellas, como ocurre con ese Il était un petit naviere… (Érase una vez un pequeño barco) que da título al primer capítulo de libro, se transforman en verdaderas fórmulas evocadoras de recuerdos y experiencias pasadas.

Bernardo Atxaga, en una reciente visita a Sevilla. Bernardo Atxaga, en una reciente visita a Sevilla.

Bernardo Atxaga, en una reciente visita a Sevilla. / Juan Carlos Vázquez

Podríamos leer Casas y tumbas como una síntesis narrativa de la obra de Atxaga. Sus seis capítulos tienen por separado la rotundidad de un relato completo y en su conjunto son como la vida misma, un discurrir de personajes que se encuentran y se separan para entrelazarse de nuevo. Ocurre con los mellizos Martín y Luis, tan parecidos y tan distintos a la vez, pero también con la cuadrilla de la panadería de Ugarte o con los cuatro amigos que comparten aventuras y tragedias en un campamento militar de El Pardo.

Es ésta también una novela en la que el tiempo cuenta, en la que el trasfondo social y político está retratado con pinceladas certeras que nos trasladan a épocas concretas de nuestra historia reciente. A Atxaga le basta con aludir a ciertos detalles para mostrarnos una realidad histórica de enorme peso. La dictadura franquista toma cuerpo con el sonido de los ladridos de los perros que corren tras el señuelo en una de las muchas cacerías que la jerarquía de la época celebraba en El Pardo o con ese uso "discrecional" que los mandos del ejército hacían de los soldados rasos. También está la arbitrariedad policial, las rencillas y los ajustes de cuentas en las que unos pagan el pato por otros.

Atxaga sin embargo no construye una narración basada en la ideología sino en la experiencia, en la propia y en la de tantos otros como él. No hay en este libro cartón piedra: hay piedras, árboles, ríos, animales, canciones y personas. Es ésta una historia de amistad, de amor y vida, que roza con levedad e insistencia las pequeñas alegrías y tragedias cotidianas. También hay lugar para el juego narrativo, para merodear –como el propio autor confiesa– en el terreno de Agatha Christie, como ocurre en el tercer capítulo, Antoine, o en el de las novelas y películas del Oeste, como sucede en El accidente de Luis.

"No hay palabras que sean como el agua destilada, insustanciales, ajenas a la vida y al mundo", dice el autor en el epílogo en forma de diccionario que cierra el libro. Y esta frase resume bien el espíritu de Casas y tumbas: nada hay de inconsecuente en ella, nada es inofensivo. Bernardo Atxaga asegura que el lenguaje no se puede sujetar, que "nadie es dueño de ese perro", aunque él haya logrado hacer del can un amigo que responde a la llamada de su imaginación y de su memoria.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios