De libros

Una comedia burguesa

  • Max Jacob sitúa en esta extravagante y divertida novela todas las instancias de la Francia republicana ante su espejo deformante.

Filibuth o el reloj de oro. Max Jacob. Trad. F. G. F. Corugedo. Acantilado. Barcelona, 2012. 290 páginas. 24 euros.

Del XVIII a nuestros días, la literatura francesa ha escenificado, como ninguna otra, el intenso drama del Estado. El Estado como conquista, como amenaza, como invención burguesa, como heredad regia, como hecho revolucionario, como sustancia última de Francia... También como un elástico tejido de intereses espurios. De Sade a Michel Foucault, de Balzac a Echenoz, de Chateaubriand a Sartre y Gilles Deleuze, hallamos esta gravitación universal de una estructura que nace ahí, con el estrépito de las guillotinas, y que penetra la inteligencia y el obrar mismo de buena parte de las letras galas. Se trata, por otra parte, del drama de la modernidad, cuyas raíces son largamente conocidas. No obstante, el Estado y sus manifestaciones, la arboladura judicial con que se expande y prolifera, han obtenido en Francia un interés mayúsculo, un carácter nacional, de difícil hallazgo en otras literaturas. En cierto modo, el Estado es la realidad francesa. Y es ese mismo Estado, errático, absorbente, demencial, de una extraña eficacia (los inspectores Clouseau y Gadget no me dejarán mentir) el que protagoniza, en cierto modo, esta novela extravagante y divertida de Max Jacob: Filibuth o el reloj de oro.

El otro protagonista, visible desde su título, es un meritorio reloj, herencia familiar desde primeros del XIX, que muy diversos personajes se disputan infructuosamente. De este modo, el vanguardista Jacob utiliza un recurso muy utilizado por las vanguardias y que Ortega definió como "la deshumanización del arte". Esto significa una novedosa atención a los objetos inertes, que cobran vida inesperadamente, y cuya biografía es la excusa, el prisma, la fina hilatura que sirve para explicar una sociedad y un tiempo; en este caso, la Francia de entreguerras, una Venecia snob y el París menesteroso de Montmartre. Así, este reloj de bolsillo, tan ambicionado como esquivo, permite a Jacob hacer un retrato feroz, hilarante, compasivo, de suave tenebrismo, sobre la sociedad francesa del momento; y en concreto, de esa intimidad procedimental del francés con la autoridad, bien sea en su favor (denuncias, reclamaciones, etcétera), bien sea a la contra, donde prospera y se fortalece el hampa.

Sobra decir que la policía, la judicatura, los altos ministerios y la baja canalla forman aquí una misteriosa logia en la que todo se comunica con todo, y donde el reloj de la señora Lafleur, viuda y dipsómana, amén de portera fajada e intrigante, sirve de vehículo para propiciar la ambición, la sevicia, el olvido, la traición o el retiro edificante de cuantos se cruzan con el extraordinario cronómetro. Por otra parte, es frecuente olvidar que Francia es un país católico, de una fuerte presencia conservadora, y cuyas relaciones con el Estado (de la Iglesia, se entiende), han sido objeto de debate desde los días de la Enciclopedia de Diderot y el caballero De Jaucourt. Con lo cual, no sorprende que, en un tono humorístico, el tema de la conversión, de la fe, de la poderosa huella del catolicismo, tengan aquí cabida en el personaje, enérgicamente digresivo, del señor Odon-Cygne-Dur, cuyas cartas, sobre vertiginosas, son absolutamente incomprensibles.

También el tema de la Educación, otro pilar granítico del Estado moderno, recibe su irónico homenaje por boca del teniente de navío Lemercier, cuyas divagaciones y apotegmas sobre la formación de la clase menestral son irritantes, ridículos y presuntuosos. No hay, pues, una sola instancia de la Francia republicana (la Judicatura, la Iglesia, la Policía, el Gobierno, la Enseñanza), que no disponga aquí de su espejo deformante. Aun así, este Max Jacob de Filibuth o el reloj de oro está más cerca de Jardiel Poncela, de su comedia trepidante y cínica, que de la violenta reprobación y el coro trágico que alienta en Valle. Con esto quiere decirse que, sobre las pequeñas mezquindades de sus personajes, en Jacob vuela, con vuelo errático y gravoso, cierta idea de la bondad humana. Lo cual implica que cuando los ministros pecan, lo hacen por amor; quizá por despecho.

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