Se recogen aquí, en esta poco frecuentada obra de Proust, artículos de juventud que el entonces diletante dedicó a dos de sus temas predilectos: los salones aristocráticos y varios textos cuyo asunto es el tiempo, la memoria, las catedrales de Francia, donde el autor quiso ver, siguiendo a Ruskin, una obra imperecedera del alma francesa. Así, si estas piezas juveniles aún no hacen sospechar la insólita grandeza de En busca del tiempo perdido; también es cierto, como dice Luis Antonio de Villena en su prólogo, que en Los salones y la vida de París se prefigura ya aquel mundo crepuscular, de belleza opalina, en el que Proust hallaría la materia última de su escritura.
No hay pues, contradicción alguna; tanto la aristocracia que retrata Proust en un género hoy en desuso (los artículos de salones elegantes que en España practicaron desde Larra a Pemán), como las piezas dedicadas a la infancia provinciana, a la piedra venerada de Amiens o de Chartres, vienen sustentadas en la idea de la fugacidad. Una fugacidad cuya música bien pudiera ser el Cementerio de Schumann, y donde la vieja clase dirigente se ve erosionada por la nueva burguesía, como la ojiva gótica se vuelve arena por la incuria del tiempo y el obrar silencioso del olvido.
En cualquier caso, estos artículos de juventud no muestran a un Proust carente de estilo o de pericia. En todas estas páginas, incluso en las más pobladas por nombres principescos y antiguos linajes, hay una frase de limpia y musical hermosura. Probablemente, el mejor de todos –y el más largo– es el dedicado a La muerte de las catedrales. Allí, es una idea de civilización, del arte como obra viva, la que se expresa con reposado y grave magisterio. Pero el lector proustiano no dejará de ver en El umbral de la primavera o en un Rayo de sol sobre el balcón el anticipo de aquella magdalena, la magdalena de Proust, cuyo aroma abrió paso a un ayer dorado, tintineante, de rostro inaprehensible.
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