De libros

El dorado ayer

  • 'Los salones y la vida de París'. Marcel Proust. Prólogo de Luis Antonio de Villena. Trad. Eduardo Caballero Calderón. Espuela de Plata. Sevilla, 2011. 168 págs. 12 euros.

Se recogen aquí, en esta poco frecuentada obra de Proust, artículos de juventud que el entonces diletante dedicó a dos de sus temas predilectos: los salones aristocráticos y varios textos cuyo asunto es el tiempo, la memoria, las catedrales de Francia, donde el autor quiso ver, siguiendo a Ruskin, una obra imperecedera del alma francesa. Así, si estas piezas juveniles aún no hacen sospechar la insólita grandeza de En busca del tiempo perdido; también es cierto, como dice Luis Antonio de Villena en su prólogo, que en Los salones y la vida de París se prefigura ya aquel mundo crepuscular, de belleza opalina, en el que Proust hallaría la materia última de su escritura.

No hay pues, contradicción alguna; tanto la aristocracia que retrata Proust en un género hoy en desuso (los artículos de salones elegantes que en España practicaron desde Larra a Pemán), como las piezas dedicadas a la infancia provinciana, a la piedra venerada de Amiens o de Chartres, vienen sustentadas en la idea de la fugacidad. Una fugacidad cuya música bien pudiera ser el Cementerio de Schumann, y donde la vieja clase dirigente se ve erosionada por la nueva burguesía, como la ojiva gótica se vuelve arena por la incuria del tiempo y el obrar silencioso del olvido.

En cualquier caso, estos artículos de juventud no muestran a un Proust carente de estilo o de pericia. En todas estas páginas, incluso en las más pobladas por nombres principescos y antiguos linajes, hay una frase de limpia y musical hermosura. Probablemente, el mejor de todos –y el más largo– es el dedicado a La muerte de las catedrales. Allí, es una idea de civilización, del arte como obra viva, la que se expresa con reposado y grave magisterio. Pero el lector proustiano no dejará de ver en El umbral de la primavera o en un Rayo de sol sobre el balcón el anticipo de aquella magdalena, la magdalena de Proust, cuyo aroma abrió paso a un ayer dorado, tintineante, de rostro inaprehensible.

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