¿Qué es una nación? | Crítica

Un fantasma contemporáneo

  • Olañeta publica un clásico inencontrable, ¿Qué es una nación? de Ernest Renan, conferencia dictada en marzo de 1882, en la Sorbona, y cuyo influjo aún sigue padeciendo Europa, como si no hubiera existido el siglo XX

Renan en su despacho, retratado por Dornac. 1891

Renan en su despacho, retratado por Dornac. 1891

El lector se halla ante una pieza de extraordinario influjo en el devenir político, no sólo del XIX y el XX, sino del XXI cantonalista y gregario que hoy se nos ofrece. ¿Qué es una nación? se dictó como conferencia en la Sorbona el 11 de marzo de 1882; vale decir, a un lustro, aproximadamente, de la unificaciones italiana y alemana, y a medio siglo de la revolución griega. Como es lógico, esto implica que Ernest Renan tuvo en consideración tales hechos a la hora de configurar su concepto de nación; pero esto implica, en mayor modo, que fueron el nacimiento de el Estado alemán y el Estado italiano (y subrayemos la palabra Estado), quienes alentaron a Renan a cuestionarse y formular tales asuntos. Asuntos que Renan ya había abordado, lateralmente, en su Historia del pueblo de Israel, pero que aquí se ascienden a categoría, tratando de alumbrar la naturaleza de este fantasma semántico -la nación- que cruza el XIX como un meteoro, y que concierne estrechamente a la difusión del nacionalismo y el antisemitismo europeos.

Renan pertenece a esa categoría de historiadores que escribe bien -recordemos que Mommsen obtuvo el Nobel de literatura en 1902-, virtud sobre la cual recae, probablemente, buena parte del éxito de esta pieza historiográfica, que se quiere hija del positivismo, pero que es un fruto desaforado del lirismo decimonono. En los términos en que la plantea Renan, la nación es hija del XVIII; de aquel XVIII roussoniano de El contrato social y el buen salvaje, pero sobre todo, de aquel XVIII de Herder, cuya Filosofía de la Historia opera contra la Ilustración y niega la existencia del hombre universal para alumbrar al alemán particular. Esto es, al lugareño. Contra ese XVIII crepuscular obrará el Gran Corso al conceder la carta de ciudadano a los judíos. Contra esa gentilización del Judío Errante, se estatuye una modulación anímica de la nación, que primero buscará en la raza, y luego en la lengua, los invariantes seculares que pudieran distinguirla de otras naciones.

Como se ve, esto implica que fue el nacimiento del Estado contemporáneo, junto a los derechos civiles del ciudadano, quienes suscitaron la cuestión nacional. Bien sea el Estado como realidad inmediata (Francia), bien como proyecto político (Italia y Alemania), es la emergencia de esta nueva realidad política y social, quien llevará a preguntarse, a las fuerzas conservadoras principalmente, si no existe un residuo, un hálito, una secreta nervadura, que preserve la sustancia de la nación, ahora entendida como Estado, a lo largo de los siglos. Es decir, se trata de presentar el Estado-Nación, no como una mera decantación histórica, fruto de innumerables azares, sino como categoría trascendente, que antecede y lustra y justifica, como un espíritu en suspensión, la estructura política de un país.

Renan, hijo del XIX, creía obrar científicamente. De ahí que empiece por decirnos dónde no reside una nación. La nación, nos dice Renan, no puede residir en la raza, imposible de utilizar como aglutinante, como factor de pureza, desde los días del Paleolítico. Tampoco en la lengua, utilizada como huella, como sucedáneo de la raza, dado el número de naciones en las que conviven una pluralidad de lenguas, sin quebranto alguno. Deben descartarse, de igual modo, la religión y la comunidad de intereses, así como los factores geográficos, tan gratos a Herder, que no configuran -si acaso acotan- la complejidad un país. ¿Dónde reside entonces la nacionalidad de la nación, el pliegue último donde se encierra el corazón de Francia, de Inglaterra, de Italia, de España, de Rusia?

Aquí es donde empieza la hechicería romántica y el talento metafórico de Renan, ampliamente utilizado hasta nuestros días. Una nación, nos dice el científico, el historiador, el colosal erudito Ernest Renan, "una nación es un alma, un principio espiritual". ¡Acabáramos! Pero dice más don Ernesto. Y de qué modo: "La existencia de una nación es (permítaseme la metáfora) un plebiscito de todos los días". Unas líneas más adelante, don Ernesto remata su fantasmagoría político-espiritual: "Una nación no tiene nunca un verdadero interés en anexionarse o en retener un país a pesar suyo. El deseo de las naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al que siempre hay que volver". ¿Se comprende ahora el daño, la utilidad, la vasta ensoñación plebiscitaria que de aquí se deriva? ¿Se entiende el uso que los nacionalismos del XIX, el XX y el XXI extrajeron de esta licencia metafórica?

¿Por qué decimos esto? Porque Renan deja sin explicar qué es una nación, cómo nace, y a qué purgatorio marchan las naciones inconclusas. Y tampoco revelará cómo saber, sin recurrir al espiritismo, las inquietudes de ese alma intangible, invisible, pura de toda pureza, que aún hoy extiende sobre nosotros su acre sortilegio.

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