Cultura

La gran blasfemia americana

  • Contra publica 'Fuego eterno', no tanto una biografía al uso como una recreación literaria de la vida de Jerry Lee Lewis, uno de los mayores y más prodigiosos y dramáticos pioneros del 'rock & roll'.

FUEGO ETERNO. LA HISTORIA DE JERRY LEE LEWIS. Nick Tosches. Trad. Federico Corriente. Prólogo de Greil Marcus. Contra. Barcelona, 2016. 264 páginas. 19,90 euros.

Reducido hoy a las cenizas de su absoluta irrelevancia social, existe la tentación de volver la mirada atrás y encontrar en el rock & roll tan sólo el juguetito inofensivo del que el abuelo no para de hablar. Y precisamente uno de los méritos de este libro, entre muchos otros -ninguno de ellos relacionado con la nostalgia-, y uno de los motivos por los que la lectura de Fuego eterno resulta magnética, es que consigue invocar la brutal viveza, la arrolladora ola de deseo liberado y la osadía revolucionaria que esta música contuvo y significó en su etapa de inocencia, es decir, en su forma más libre antes, mucho antes, de convertirse en una curiosidad de museo o en una inspiración cool para tiendas de ropita y complementos.

La vida de Jerry Lee Lewis, uno de los pioneros más salvajes y dramáticos del rock & roll, es ya en sí misma cautivadora, pero Nick Tosches no se conforma con eso y prefiere contar su historia. Jerry Lee, The Killer, el hombre que durante los 50 fue tan grande como Elvis y que después pudo reinar por encima de él pero no lo hizo, el hombre temeroso de Dios que se dejó tentar por el Demonio porque era el Demonio y no Dios el que reptaba como una serpiente por los finos tobillos de las mujeres en los conciertos, es aquí algo más que un músico lanzándose con los ojos cerrados a su fulgurante y a la postre sombrío destino.

Con textura de novela, en las antípodas de la biografía canónica o del "género tocho", como apunta en el prólogo el pope Greil Marcus tras proclamar este Fuego eterno como "el mejor libro jamás escrito sobre un músico de rock & roll"; ahorrándonos la típica montaña de anécdotas, fechas y datos que en realidad no importan, lo que propone Tosches es una reconstrucción literaria -o un "alegato poético", en palabras de Marcus- del turbulento y feroz paso de Lewis por este mundo en la primera mitad de su existencia. Y para ello, el escritor acude al barro primigenio de la nación que hizo posible semejante vida. Las potentes resonancias de la Biblia, de las baladas populares, del verbo hiperbólico de los predicadores, de las inflamadas oraciones de las sectas pentecostales en las carpas del campo, del imaginario del Sur violento y telúrico de Faulkner, van perfilando a una especie de peón en manos del Destino, un mediador involuntario y trágico entre las fuerzas superiores del mito y la historia espiritual de Estados Unidos en el siglo XX.

Lewis nació en Ferriday, Luisiana, en 1935, en el seno de una familia que llegó allí casi dos siglos antes, cuando el lugar era, en palabras de un militar de la época, el refugio de "la escoria de todo tipo de naciones". Sus antepasados lograron prosperar, pero para cuando nuestro hombre nació aquellas gestas en el condado eran sólo una moneda ennegrecida que había seguido pasando de una generación a la siguiente mucho tiempo después de haber perdido todo su valor. "El último hijo indómito" de la estirpe, como lo llama Tosches, conoció en su infancia un mundo de perdedores terminales y endogámicos, tipos que sólo tenían su pretendida dureza y familias numerosas y que, como su propio padre, cuando no estaban rompiéndose la espalda trabajando en el campo, se emborrachaban, jugaban a las cartas, apostaban y se consolaban imaginándose entre los campeones del Reino de los Cielos de los sermones del domingo.

Las primeras actuaciones de Lewis fueron en los oficios religiosos, donde ambientaba al piano los consabidos rituales de trance colectivo y mar de lágrimas. Alimentando la dicotomía con la que adornaría su palabrería de golfo con principios, de noche se escapaba a los antros de los negros, donde había blues, mujeres y honky tonk, una música sin remordimientos, libertina y tabernaria. Para atajar tales síntomas de corrupción moral, sus padres lo enviaron a la Asamblea de Dios, una secta de Texas donde se enseñaba música. Al día siguiente de tocar en la capilla fue expulsado: en sus locos dedos, My God is Real sonó demasiado excitado, nada contrito, y sus alaridos de emoción terminaron de corroborar la impresión que el muchacho estaba haciendo cabalgar de manera blasfema aquel viejo himno piadoso sobre un inadmisible sentimiento carnal.

El episodio le atormentó, pero aquel júbilo disparado al tocar era demasiado divertido y empezó a frecuentar tugurios de mala muerte, donde sus canciones sobre "cagarla y emborracharse" llevaban al público a bailar y a gritar a pleno pulmón. Y él fue comprendiendo que con aquello podía ganarse la vida. A partir de aquí, la fama vertiginosa: el traslado a Memphis, el fichaje por Sun Records, el esplendor de su boogie woogie -con la mano izquierda, un ritmo que desataba en el piano incendios sin precedentes; con la derecha, melodías imposibles de no silbar-, el triunfo, el dinero a raudales, la adicción al alcohol y a las pastillas que sacaban la parte más agria y temible de su carácter volcánico...

Con el apogeo vino la debacle, en su primera gira por el extranjero, dispuesto a poner el resto del planeta a sus pies. La boda en secreto con su prima Myra Gale (ella tenía 13 años; él, que con 17 ya se había casado dos veces, 21) salió a la luz recién llegado a Londres. La prensa decidió por unanimidad repudiar ese matrimonio obsceno e incestuoso y los conciertos, entre insultos y vestiduras rasgadas, fueron un martirio. El escándalo le persiguió a su regreso a Estados Unidos, donde tácitamente se le declaró apestado y se le cerraron las puertas que él mismo había abierto como un huracán no mucho antes. Recluido en su casa, humillado, resentido, borracho y drogado, vio primero cómo lo abandonaba Myra Gale y luego cómo morían en circunstancias azarosas todos los hijos que había tenido hasta entonces. Él lo interpretó como el castigo probablemente merecido por sus tratos con la suciedad y las rameras del mundo, abominó del rock & roll -la música del pecado-, se abrazó al country -la música de la culpa- y finalmente, como de todos modos apenas obtuvo eco ese intento de retomar su carrera, se alejó de los escenarios para convertirse en predicador.

El libro se detiene en esa crisis, en un final tan lúgubre que hay que hacer un esfuerzo para recordar que la vida de este hombre siguió adelante. Sigue, porque vive aún. Más trabajo aún cuesta no correr a escuchar de nuevo su joven, enérgico y sonriente rock & roll.

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