De libros

La hora de Azorín

  • Este jueves se cumplen los 50 años de la muerte de Azorín, autor de obra extensísima que, pese a la brevedad de sus textos y la transparencia de su estilo, no logra conectar con el lector de hoy.

José Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín (Monóvar, Alicante, 1873-Madrid, 1967), en una imagen tomada por el fotógrafo Basabe.

José Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín (Monóvar, Alicante, 1873-Madrid, 1967), en una imagen tomada por el fotógrafo Basabe.

¿Alguien por debajo de los treinta años lee hoy a Azorín? ¿Sabe un español con formación obligatoria que ronde esa edad que existió un escritor así llamado habitual en las páginas de los periódicos y de la literatura españolas durante dos tercios del siglo XX? Tengo la impresión de que habrá pocos. Del repóquer de ases que para mi generación, y otras anteriores, formaba la canónica generación del 98 (Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado y Azorín), probablemente ninguno sea hoy tan desconocido como Azorín. De Baroja y Valle-Inclán se siguen reeditando libros, en bolsillo, en estupendos tomos de Obras Completas. Tal vez no los hayan leído, pero puede que alguno de sus autores favoritos los cite. De Unamuno y el menor de los Machado aún se encuentran en librerías algunos de sus clásicos, y si no los han leído quizá conozcan sus peripecias vitales. La última aparición pública de Unamuno (el "Venceréis pero no convenceréis" sentenciado ante Millán-Astray recién estallada la guerra civil), el largo calvario hacia su muerte en el exilio de Machado, o los versos suyos cantados por ese Serrat que gusta a sus padres, les sonarán, algo habrán oído. Pero ¿y Azorín? ¿Saben algo de José Martínez Ruiz, Azorín?

La pregunta no es nueva, no vayamos a culpar sólo a los entecos y repetitivos "itinerarios" educativos actuales (que la tienen de bastantes cosas, por cierto). Ya cuando se cumplió el veinticinco aniversario de su muerte, y aún vivían escritores que lo leían y habían tratado personalmente, se publicaron artículos que buscaban rescatarlo del olvido en que se encontraba. Y muy pocos años después tuvo cierta repercusión en tan largo intento de rescate, y eso que entonces no era el asiduo en las revistas de papel couché en que ha acabado convirtiéndose, Vargas Llosa, cuyo discurso de ingreso en la RAE, con presencia del Jefe del Estado, retransmisión en directo por TVE nada menos y recepción a cargo del académico más popular del momento, el Nobel Cela, versó sobre el viejo Azorín. Pero ni por esas. Salvo algún libro, como La ruta de don Quijote, más reeditado por las efemérides cervantinas que por su autor o su texto, es complicado encontrar en librerías de nuevo las obras señeras del alicantino. Azorín es pasto de las librerías de lance, de las ferias de libros antiguos, donde sus tomos, verdes, azules, en la benemérita colección Austral se ofrecen casi regalados, a la espera del paciente lector que lo desconozca y lo pruebe y se lo lleve.¿Por qué Azorín es ese clásico que, siguiendo una de las definiciones de Italo Calvino, nadie lee? ¿Por qué, si la mayoría de sus obras apenas supera las 150, 200 páginas, casi nadie lo lee en tiempos de lecturas apresuradas (y no deja de ser paradójico que en esta época de 140 caracteres como máximo no haya novela superventas que no baje de las 500, 600 páginas)? ¿Por qué siendo su estilo de frase corta, sin apenas periodos largos ni subordinadas, no es autor apetecido por quienes tienen problemas para hilar un texto con más de quince o veinte palabras antes del siguiente punto seguido? ¿Será que al ser España, sus pueblos y sus habitantes, uno de los principales asuntos de su prosa suene a vieja para el lector actual? Puede, pero ahí está el reciente La España vacía de Sergio del Molino, que va por la décima edición en apenas un año, para refutar esta justificación. No hay hartazgo, en apariencia, de España y sus cosas entre los lectores. ¿Será que en las novelas, en los relatos de Azorín parece que nunca pase nada, que sus personajes son contempladores estáticos de la vida, que los roza, a veces muy tenuemente, sin que ese roce perturbe apenas sus impasibles calmas? Puede, pero ahí está una legión de escritores, unos canónicos, como Robert Walser, otros actuales, como César Aira, en cuyos novelas, en cuyos relatos casi nunca parece pasar nada, y sus libros son fácilmente accesibles al lector medio.

La obra de Azorín es extensísima. Fue un escritor activo durante siete décadas. Sus títulos se acercan al centenar, entre obras preparadas por él y recopilaciones de piezas rescatadas de viejos diarios por lectores devotos, como José García Mercadal antes, Francisco Fuster ahora. Sus novelas primeras (La voluntad, Las confesiones de un pequeño filósofo, Antonio Azorín), las que menos han envejecido, destilan una cierta conformidad. Sus personajes parecen planos, aunque no lo son: observan y apenas actúan. Quizá esta actitud contemplativa no sea la más propicia para que cale en un lector joven, ávido de actuar (aun el más reflexivo de los jóvenes siempre cree que puede cambiar el mundo). ¿Será una de las razones por las que Azorín no es autor para jóvenes? Sus artículos tienen algo de lo que carecen los de la mayoría de quienes han escrito, y escriben, en periódicos: una mirada propia. Azorín sabe mirar, basta leer tres líneas suyas para reconocer su mirada, esa prosa que va contándonos a las personas y las cosas como superponiendo capas, con ese estilo que desnuda la esencia de lo mirado…arropándolo. Como Josep Pla, el viejo Pla que no ha caído en tal olvido quizá por su buena dosis de mala uva (algo que parece ser un buen conservante literario). Su conocimiento de la literatura española, desde Berceo hasta Delibes, es asombroso. A todos los respeta, los lee, les encuentra su punto. No juzga, como Menéndez Pelayo y tantos otros. Lee, relee, describe y consigue desaparecer, dejando a su lector solo ante el escritor por él redivivo. Esa transparencia de su estilo, de su mirada, puede que sea la responsable última de su olvido, de ese lugar como al margen del canon de nuestros clásicos. No es mal sitio para que un lector curioso llegue a él de nuevas y vaya descubriendo a pequeñas catas sus libros (Azorín admite degustaciones, no atracones: ¿otra de las razones por las que no es autor para jóvenes?) y piense, con tino, que está redescubriendo a uno de los mejores escritores que ha dado el fatigado idioma español.

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