Los Alpes en invierno | Crítica

La ética del invierno

  • Amante del paseo, pionero del alpinismo y padre de Virginia Woolf, Leslie Stephen volcó en este bellísimo libro su amor por la naturaleza y la montaña, donde no dejó nunca de hallar intensas revelaciones espirituales

Leslie Stephen (1832-1904), retratado junto a su hija, Virginia Woolf (1882-1941).

Leslie Stephen (1832-1904), retratado junto a su hija, Virginia Woolf (1882-1941). / D. S.

El padre de Virginia Woolf fue un erudito de estudio y gabinete y, también, un avezado alpinista en los largos años de la era victoriana. Asumió la enseñanza del mens sana in corpore sano de Juvenal y la predicó al aire libre con el ejemplo. Lo mismo acometió las regias cumbres de los Alpes que dedicó largas paseatas a pie por la campiña inglesa. Sólo necesitó, como pedía su coetáneo R. L. Stevenson, un suelo bajo los pies y un cielo sobre su cabeza. Nada más. Nada menos.

A Leslie Stephen (1832-1904) se le reconoce en la épica de la montaña por haber sido el primero en coronar, junto con otros colegas, el Schreckhorn (4.078 metros), situado en el cantón suizo de Berna y considerado uno de los más hostiles de los Alpes (se le llama el Cuerno del miedo). Leslie Stephen también escaló otras cumbres con el Club Alpine, que él mismo cofundó en la edad de oro del montañismo.

En Los Alpes en invierno se recogen tres ensayos filosóficos de honda belleza y erudición fluida. Los dos primeros aparecieron en 1871 en The Playground of Europe. El último, todo un ensalmo del caminar, lo publicó Stephen más tardíamente, en uno de los volúmenes que integran Studies of Biographer (1902). Su hija, la escritora Virginia Woolf, le dedicó un estupendo retrato, que es el que aparece en este librito como prólogo. A su juicio, lo más brillante que su padre escribió, más allá de su obra de pensamiento político y literario, fue La puesta de sol en el Mont Blanc. Dicho texto es el primero de los tres ensayos que aquí se reúnen.

Por supuesto no hemos leído la obra toda de Leslie Stephen para corroborar lo dicho por Virginia. Pero uno sí puede dar testimonio de la belleza que transmiten estos paisajes narrados, que van más allá de la postal jubilosa, de la lúcida visión de un momento de éxtasis. Hay como una bendición de conjunto, un salmo de gozo y salutación hacia el aliento ciclópeo que irradia la gran montaña.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Recientemente ya dimos cuenta por aquí de la atracción que las egregias alturas han suscitado en escritores de toda época. De entre ellos evocamos a algunos autores europeos del XX, como Dino Buzzatti, criado a las faldas de los Dolomitas italianos. Pero no podemos olvidar, en este apresurado espigar, a Patrick Leigh Fermor y a Nikos Kazantzakis, quienes dedicaron elogios al Taigeto, la larga osamenta, abrumadora en cualquier caso, que atraviesa el sur del Peloponeso desde Esparta hasta la alucinógena región de Mani (Kazantzakis dijo que el Taigeto era "la montaña viril de Grecia").

En invierno, escribe Stephen, los Alpes son melancólicos. "Y cuaja la melancolía cuando el alma humana reconoce de manera espontánea su propia pequeñez, enfrentada a lo que nos place llamar eterno e infinito". Abundan los pasajes donde la postal se trasfunde, como alud amigo, en filosofía y deleite para la vida.

El último de los ensayos baja de la cumbre a la simiente. En época del autor se prodigaba el llamado cristianismo muscular. En los colegios ingleses de la élite se impartía una pedagogía basada en el amor al país, la virilidad, el sacrificio y los deportes en equipo. El hombre que se preciara de ello sólo debía sentir temor de Dios y andar kilómetros y kilómetros sin medir la meta. Podría resultarnos una de esas excentricidades tan británicas; pero a Leslie Stephen el cristianismo muscular le hacía recordar que el alma, en otro sentido, podía ser una perla de sudor trascendente.

Vibra aquí un salmo de gozo y salutación hacia el aliento ciclópeo que irradia la gran montaña

Las citas culturales y las referencias al caminante son numerosas. "Trotemos, trotemos por el sendero", recordaba Shakespeare en El cuento de invierno. Hobbes, incluso en su vejez, fue un firme partidario de recorrer senderos. Leslie Stephen cita a Swift, el creador de Gulliver, como el primero que entendió el alimento intelectual y moral que deparaba caminar. Asimismo muchos otros mostraron su apego por este arte bien entendido del pensar con los pies (Samuel Johnson, Wordsworth, Coleridge, Walter Scott o el insospechado De Quincey).

Evoca el autor que su estreno como andarín tuvo lugar cierto día cuando partió en Alemania desde Heidelberg. Mochila al hombro se dirigió al suroeste, a la selva de Odenwald (su espíritu nos ha recordado al brío que impulsará muchos años más tarde al citado Leigh Fermor, cuando siendo un muchacho partió a pie desde Holanda hasta Constantinopla).

Al hacer memoria, Stephen Leslie siempre recordará el deleite que le brindaron sus paseos por el suroeste, desde la desembocadura del Avon, en Bristol, hacia la isla de Wright. O sea, casi justo en dirección contraria a lo que W. G. Sebald nos contó en sus Anillos de Saturno, libro viajero ecuménico para los muy leídos y en el que su autor nos narra su particularísimo periplo por el condado de Suffolk, al este de Inglaterra. A uno y a otro autor lo imaginamos, bajo el cielo de su hora, convertidos en El hombre que camina, la célebre escultura con la que Giacometti plasmó, a la vez, el escorzo ético, el equilibrio natural de la caminata.

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