El espectador | Crítica

Contra la masa

  • Acantilado publica las notas diarias de Kertész, en el periodo que va de 1991 a 2001. Notas que arrojan una enorme oscuridad sobre la ejecutoria del XX y sobre la posibilidad misma del hombre y la cultura

Imagen del Nobel húngaro Imre Kertész (Budapest, 1929-2016)

Imagen del Nobel húngaro Imre Kertész (Budapest, 1929-2016)

En estos diarios de Kertész se especifica o se consigna un triple drama, que es también el drama de Europa y acaso el drama mismo de la civilización, de la cultura, según la entiende el Nobel húgaro: el triunfo de la ideología de masas y su crimen masivo (nazismo y comunismo), junto a la posición excéntrica del judío, la menesterosidad de lo hebraico, dentro de aquella inicua y colosal reformulación de lo humano, obrada en la primera mitad del XX. Esto ocurre así por motivos transparentes: Kertész fue judío, padeció presidio en Auschwitz y Buchenwald y luego disfrutó, durante larguísimos años, de la tediosa e infinita criminalidad comunista. De modo que Kertész reunía suficientes elementos de juicio para abordar algunos interrogantes, que son, de hecho, los que aquí se contienen de forma fragmentaria, elíptica, recurrente, y que concluyen, digamos, en el mismo punto en que lo hace su admirado Márai: con el ocaso de cualquier civilidad al llegar las tropas rusas al Danubio.

Son las formas de destrucción, asociadas a la masa, las que llevan a Kertész a encontrar la cultura lejos de la política

Lo distintivo de Kertész, en cualquier caso, es el modo en que concibe la cultura después de los desastres del XX y que no es, como pudiera pensarse, una larga gravitación, a la manera de Adorno, sobre el cráter moral del Holocausto. Kertész, que ha leído a Ortega, deplora, sencillamente, a la masa. A la masa sobre la que había reflexionado, con menor perspicacia, Canetti; y también el Fromm de El miedo a la libertad, donde se revela la cordelería anímica de las tiranías masivas. Como curiosidad, diremos que Kertész, al igual que hiciera mucho antes Chaves Nogales, halla en el comunismo soviético un fondo de nacionalismo paneslavo. Lo cual da un mayor sentido, si cabe, a lo que escribe en la página 68: “El nacionalismo, sin embargo, no es más que la forma efímera del odio y de la destrucción universales”. Son, pues, estas formas de destrucción, asociadas a la masa (el nacionalismo alemán, el comunismo ruso), las que llevan a Kertész a encontrar la cultura, aquello que él considera la verdadera y única cultura, lejos de la multitud, lejos de la proliferación industrial del mundo moderno (“despensa y herramienta” decía Heidegger), y lejos, sobre todo lejos, de la política.

Por otro lado, es en Heidegger donde Kertész encuentra cierta formulación de su inquietud religiosa. En Wittgestein halla una expresión abatida de los prejuicios judíos, referidos al arte y al artista. En Heidegger, probablemente, había encontrado aquel adagio, “el hombre necesita un dios”, en el que se fundamentan buena parte de las digresiones que aquí se recogen. Unas digresiones que, insisto, devuelven el arte a aquel momento previo o coincidente con la floración vanguardista, y que tiene sus pares en Roth, en Zweig, en Mann, en el mencionado Márai, y en cuantos entendieron el arte como un oficio crepuscular, sobre el que se cernía una oscuridad inabordable. Vale decir, en Kertész se igualan arte e individuo, en tanto que ambos son opuestos a la opinión y esquivan, todavía, el arte entendido como consigna. En este aspecto, Kertész suena inevitablemente anticuado. Y ello por la elemental razón de que las inquietudes del artista occidental, en los años 90 (él se quiere y se sabe artista occidental, no húngaro o judío), no se hallaban tan próximos, tan contaminados, por una dictadura.

Es en esta lucha contra lo masivo, contra lo provinciano, contra lo político, contra lo judío y su terrible némesis, el antisemitismo, donde Kertész reconstruye su figura literaria. Y por mejor decir, el huecograbado de una única humanidad posible. Ahí, en esta actualización del Artista romántico, que sobrevuela y se alza sobre la multitud y las impertinencias de la vida, es donde Kertész parece fabricarse un breve panteón, en el que no lo alcancen las miserias del siglo y sólo quepan, como en Camus, la sencillez y la grandeza. Por otra parte, Kertész no ignora que el hombre es una alimaña sonriente; y aduce una refutación verosímil del darwinismo social que propaló el sobrino de Darwin: no es el más apto quien triunfa, sino el malvado, el débil, el hijo mancomunado y espurio de la masa. Aquél que lo ofendió y le negó su ayuda. Aquél que lo condujo a un campo de exterminio. Desde esa soledad señera y aflictiva, Kertész aún nos transmite un miedo que hoy acaso no consideramos: el miedo de las muchedumbres, su misterioso y bárbaro designio.

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