La muerte del comendador (Libro 2) | Crítica

Y comieron perdices

  • Pese a su indudable músculo narrativo, la segunda entrega de 'La muerte del comendador', que estará en las librerías desde el 15 de enero, no acaba de cumplir plenamente la promesa de su planteamiento

El escritor japonés Haruki Murakami (Kioto, 1949).

El escritor japonés Haruki Murakami (Kioto, 1949). / D. S.

El segundo libro de La muerte del comendador de Haruki Murakami (en librerías a partir del martes 15 de enero), no deparará sobresaltos a quien ya haya leído la primera parte de esta novela de intriga protagonizada por un artista en plena crisis matrimonial que se retira a la montaña para intentar encontrar sentido a su vida y a su actividad creativa como pintor. El más famoso de los autores japoneses actuales no intenta dar un giro a la narración en esta segunda entrega, más bien persigue consolidar el destino de la galería de personajes ricos y elegantes que comparten con el pintor protagonista las vicisitudes de la historia. 

El lector asiduo de Murakami encontrará aquí en esta novela las indudables dotes narrativas del maestro japonés. El autor conoce los resortes necesarios para conseguir que la historia enganche desde la primera página. Sabe aplicar el porcentaje exacto de realismo y elementos sobrenaturales para que la lectura se convierta en adictiva desde el principio. Pero, en esta ocasión, como le ocurre al pintor protagonista de la novela –que intenta indagar nuevas tendencias estilísticas–, Murakami parece explorar nuevos caminos que finalmente no se permite recorrer hasta sus últimas consecuencias.

En La muerte del comendador se entrelazan elementos históricos que llegan a convertirse, en algunos momentos de la narración, en el armazón que sostiene la historia. También aparecen en esta novela las recurrentes referencias musicales a las que el autor nos tiene acostumbrados, pero en este caso la música clásica gana la partida al jazz que predomina en la mayoría de sus obras. Por último, las alusiones a la literatura occidental, sobre todo a la rusa, son constantes.

Varios hilos de la trama se rematan de forma artificiosa; otros, sin más, quedan sueltos

Tampoco resulta extraño encontrar estas citas en la literatura de Murakami, pero en esta obra se adivina un interés latente por darles una mayor prevalencia. El autor parece interesado por situar su obra en un contexto más cercano al lector occidental. Este aspecto se palpa con mayor claridad en esta segunda entrega. Si bien en la primera el autor alude a aspectos concretos de la cultura japonesa, dándole un papel importante, por ejemplo, a autores tradicionales, en esta segunda parte estas referencias desaparecen casi por completo.

Pese a que la trama discurre por sinuosos caminos que buscan el golpe de efecto definitivo, no acaba de convencer la deriva de la historia en esta última parte de La muerte del comendador. El autor intenta anudar de la mejor forma todos los hilos que quedaron sueltos en la primera parte y teje con ellos una urdimbre que no termina de devolvernos una imagen clara de lo que quiere conseguir. Algunos de estos hilos argumentales se rematan de forma artificiosa, otros simplemente quedan sueltos. Baste como ejemplo la forma en la que el autor saca de la trama a la lasciva amante del pintor, protagonista, sobre todo en el primer libro, de numerosas escenas de sexo: una extraña llamada telefónica. 

Tampoco acaban de cuajar plenamente algunos personajes que en la primera parte de la novela parecían llenos de posibilidades. Es el caso del sibarita Wataru Menshiki, un personaje complejo sobre el que se crean numerosas expectativas y que también pierde fuerza en esta segunda parte. El lector espera conocer el verdadero motivo de su peculiar forma de estar en el mundo, pero sólo termina por saberlo vagamente. Incluso se adivina en él un cierto carácter sobrehumano, aunque no se ahonda tampoco en este aspecto.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Sobre Menshiki recae incluso gran parte del peso del desenlace final de la historia, pero pierde fuerza y se convierte en un elemento puramente instrumental para lograr resolver la trama. Otros, sin embargo, ganan peso. Es el caso de Masahiko Amada, hijo del autor del cuadro sobre el que pivota gran parte de la historia. En esta segunda parte cobra vigor y recuerda a esos personajes desencantados y con viejas deudas familiares pendientes, tan característicos de Murakami.

También con el componente sobrenatural, tan representativo de la obra de este autor, parece intentar una nueva vuelta de tuerca. Por un lado la conecta con el aspecto histórico de la narración, por otro la lleva al límite a la hora de resolver la historia. Los personajes llegados del más allá resultan sorprendentemente definidos y quizás este aspecto los haga menos creíbles porque al lector le resulta demasiado sencillo imaginarse a los pequeños seres vestidos a la manera tradicional japonesa que comparecen ante algunos personajes y resultan poco inquietantes, quizás todo lo contrario. Conectar con ellos es complicado.

La trama, que discurre con el pausado ritmo que requiere una narración llena de aristas y las casi mil páginas que tiene la novela sumando sus dos partes, entra en su fase final en un ritmo narrativo acelerado. En pocos capítulos se resuelven la mayoría de las incógnitas pendientes y se despachan de forma apresurada algunos aspectos fundamentales. Sorprende también el final de la historia. El controvertido viaje iniciático –a veces en sentido real, a veces en sentido figurado– que realiza el protagonista de esta historia parece devolverlo al punto de partida, aunque ahora esté conforme con su vida. El resto de los personajes también encuentran su lugar en el mundo. Y al final fueron felices...

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