Los otros Sherlock Holmes | Crítica

Más allá del canon

  • Alba publica una deliciosa antología donde autores tan dispares como Barrie, Twain o Jardiel Poncela se acercan a la figura, patrimonio de la humanidad, de Sherlock Holmes

Sherlock Holmes, por Sidney Paget.

Sherlock Holmes, por Sidney Paget.

En alguno de esos volúmenes de conversaciones que se hicieron ubicuos durante su vejez, Borges habla de Sherlock Holmes y el doctor Watson y los compara a las criaturas de los cuentos populares. Dentro de quinientos o seiscientos años, dice, nadie se acordará (ni hará falta) de Conan Doyle o la Marca de los Cuatro, pero las dos figuras, impertérritas, seguirán corriendo aventuras inventadas sobre la marcha, siempre renovadas, resultado de una imaginación anónima que las sumará a las anteriores como se suman giros a un chiste o se introducen nuevos episodios en las vidas de santos y de héroes, arrastradas por el poder marítimo de la ficción. Holmes y Watson, viene a decir Borges, no son creaciones de un hombre particular: alcanzado el rango cuasi religioso del mito, pertenecen a toda la humanidad y sus andanzas no pueden encerrarse en ningún canon.

Esto quedó patente desde la primera aparición del personaje, en las décadas postreras del siglo XIX. El éxito que acompañó a su alumbramiento, y sobre todo su difusión en las páginas del Strand magazine, vinieron acompañados, casi inmediatamente, de un aluvión de imitaciones, contrafiguras, parodias, caricaturas y plagios. Dicha reata de facsímiles se prolonga prácticamente hasta el día de hoy, según testimonia el muy docto, divertido (y escurridizo) ensayo de Watt y Green, The alternative Sherlock Holmes (2002), donde aparte de los simulacros iniciales (de los que pasamos a ocuparnos enseguida), se mencionan homenajes como el de Stephen King y la serie merecidamente famosa de Nicholas Meyer. Dentro de la larga historia apócrifa de Holmes, merece especial mención una antología de la que ya hemos hablado en alguna otra ocasión, The misadventures of Sherlock Holmes, armada y prologada por Ellery Queen en 1944. Devoto del detective desde su temprano despertar como lector, ávido consumidor de cualquier papel que le tuviera por centro, Queen (en su doble personalidad) se dedicó a recopilar algunos de los principales textos que aparecieron en revistas o colecciones a rebufo del pelotazo de Doyle, y a aliñarlos con contribuciones de cuño posterior como las de Agatha Christie o él mismo. El resultado es un libro de obligado recorrido para todo holmesiano de pro, que además de prometer horas de diversión sin recato, permite atisbar el desarrollo que el héroe experimentará en la apreciación del público a lo largo de más de medio siglo de andadura, de la devoción al sarcasmo, de ahí al olvido, al paternalismo, a la admiración, a la devoción de nuevo.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

El tomito que acaba de publicar Alba con su esmero acostumbrado sigue la estela del título de Queen, y no sólo en espíritu. De hecho, una buena porción de los relatos que incluye (más de media docena) figura ya en la antología previa, igual que comparten ambos la atmósfera de mitomanía, de nostalgia, de irreverencia. Como la de Queen sigue inédita en castellano (hasta donde sabemos), esta selección puede servir para acercar al lector medio a varios ejemplos de resurrección literaria que llevan décadas haciendo las delicias de los fanáticos: los pastiches inaugurales de J. M. Barrie, el padre de Peter Pan, donde se insinúa el tono vitriólico que cristalizará en la explosión de Mark Twain (su Cuento de detectives en dos partes es una de las cumbres del humor policíaco); el encuentro entre el genio de la deducción y otro tipo de genio, Arsène Lupin, que sirve de confrontación al imperialismo británico con el chauvinismo del otro lado del canal; impertinencias y besamanos varios, como los retratos a vuelapluma de Bret Harte o Sadie Shaw, una escolar de primaria que ganó un premio de redacción inspirándose en nuestro protagonista. El resto del volumen, bien enjaretado por los cuidados de Pablo Muñoz, elige ampliar el panorama con perspectivas procedentes de otras latitudes, como Alemania (Ludwig Thoma y Leo Belmont), Rusia (P. Orlávets) o, naturalmente, España, donde el elegido es el gozoso Enrique Jardiel Poncela, que acercó por primera vez nuestra literatura a Baker Street en fecha tan tardía como 1928.

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