De libros

De repente, la belleza

  • Matute supo distinguir cómo en la oscuridad resplandecen quienes -a cualquier edad- apuestan por vivir

Rechazaba la pelota y el camión, vagabundeaba en el jardín: el padre, entre el alivio y la zozobra, reconocía que no era "un niño corriente". "Es un niño que piensa", concluye la palabra, y la acción vira hacia la madre. Espiará a su hijo, preocupada, en su excursión al borde del estanque, descubriendo así en qué entretenimientos se demora: el niño recolecta insectos con mimo, los encierra en una caja y más tarde, con igual parsimonia, "con sus uñitas sucias, casi negras" de la tierra y de lo que ocurrirá, los extraerá uno a uno para arrancarles la cabeza en un gesto limpio y sordo. Mientras tanto, hasta entonces, como ruido de fondo de la historia, el murmullo de la normalidad quebrándose; de repente, aunque impura, aunque cruel, "¡crac!", la belleza.

Ese niño solitario que se refugia en la naturaleza, y que la ataca para sentirse acompañado, reaparecerá con otros modos, con otros entornos, en sus otras historias. Se llamará Adriana y se llamará Gavi en Paraíso inhabitado, erigiéndose los dos en su paréntesis al margen de la familia -sinónimo constante de amenaza-, y se transformará en Celestina, la niña de Cuaderno para cuentas, odiada por todos y querida por nadie, que habla en el relato igual que hablan los niños. Precisa, viva, elíptica: el lenguaje en Matute, justo. Cercano a la poesía, o más bien no cercano a la poesía, no; poesía -para ella "la esencia misma de la literatura", el idioma más próximo a su creencia de escritura-, sin más, leve en los virajes, fluyendo sinestésico, con toda la música y con todas las imágenes.

Los niños tontos se pierden -ellos, a ellos- en el bosque, donde encuentran su refugio, o les aburren los colores a su disposición -los de su tiempo-, o tienen la música sabida y cansada de la infancia. Siempre escapan: escapan el niño triste del guiñol y el niño con simpatía por el diablo o el niño del microrrelato al que me refería, El niño que no sabía jugar, que pertenece a ese libro de cuentos publicado en 1956, cuando Matute ya se sabía de qué iba lo de escribir y de qué iba lo de vivir. Y como lo de escribir y lo de vivir va al final de lo mismo, de los golpes y de la pasión y de la verdad, y brota del mismo sitio, de la boca misma del estómago, donde se agarra aquello de lo que no nos zafamos, en esas primeras obras ya latía la Ana María Matute en la que se convertiría Ana María Matute.

A Matute le tocó revolverse, a base de fuerza y altura -la de la inencontrable Los hijos muertos, la de la censurada y reescrita Luciérnagas-, contra los tópicos. Contra esos tópicos que la limitaban a la etiqueta de escritora de fantasía, de género, apartando a una literatura de la literatura, o de escritora para niños y jóvenes, como si Olvidado Rey Gudú -la novela con la que rompió su silencio, más allá de circunstancias biográficas- no se tratara de un libro sobre la emoción y la violencia que atañera con su pátina mágica a los adultos, y también como si los niños y los jóvenes -los que la leerían, en cierto modo los que la encarnarían- no alcanzaran a entender que todo terminará, y no siempre de la manera más feliz. Y contra los tópicos, también, que imponían dragones y estrellitas en las cubiertas de sus libros, cuando la fantasía supuso una metáfora para diseccionar su tiempo, una grieta para respirar, y cuando abarcó parte de su obra, pero no toda: ahí queda la lírica crudísima de Los mercaderes, la trilogía con Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa. Estas novelas las atraviesa la guerra, como otras, ahí con la fecha reconocible de la Guerra Civil, con unos nombres y unos rasgos que no le pertenecen pero se le asemejan, y con esa ronda constante y preocupada en torno a la deshumanización o el odio entre iguales.

Hay compromiso en la escritura de Ana María Matute, incapaz de permanecer al margen de la España en la que sobrevivió, y hubo compromiso también en su vida: el de una feminista frente a la dictadura, que rogaba a las más jóvenes que nunca olvidaran la resistencia y los logros de las mujeres de su generación. Matute, que recibió tan tarde los galardones que tanto merecía, a la que se le escapó el Nobel -siendo la mejor narradora española del XX, y una de las más luminosas del siglo en nuestra lengua-, forma parte de un grupo de narradoras obligadas por la historia a retroceder: estuvieron con ella Josefina Aldecoa y Carmen Laforet y Carmen Martín Gaite, sí, pero también Concha Alós, Carmen Kurtz, Dolores Medio, Mercedes Salisachs o Elena Soriano. Con su muerte, dejando inédita una novela que promete insistir en su percepción de la infancia como terreno del deslumbramiento, se marcha una escritora inmensa, que supo distinguir cómo en la oscuridad resplandecen quienes -a cualquier edad- apuestan por vivir.

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