Retaguardia roja | Crítica

La destrucción del Otro

  • Galardonada con el Premio Nacional de Historia 2020, 'Retaguardia roja' analiza el crimen ideológico y la violencia política en la provincia de Ciudad Real, en una zona rural y poco conflictiva de la retaguardia republicana

Imagen del historiador Fernando del Rey

Imagen del historiador Fernando del Rey

Será la revolución rusa quien introduzca al enemigo ideológico, al enemigo del Pueblo, con los resultados sabido

Este libro de Fernando del Rey fue merecedor del Premio Nacional de Historia 2020, entendemos que por numerosos motivos, entre los que se hallará, sin duda, el importante cotejo y acarreo de las fuentes, con las que se construye este estudio de la violencia y la represión en la retaguardia republicana. Un estudio puntual, centrado en la provincia de Ciudad Real, pero del que se induce un fenómeno general, ya conocido, el del “frente interior”, que extendió las hostilidades bélicas a los no combatientes. Para el lector interesado en tales asuntos, acaso sea el propio enfoque el que resulte más interesante, no sólo por aplicarlo a una provincia donde el alzamiento no tuvo relevancia alguna, sino porque dicho estudio va dedicado, no al ámbito urbano, mejor estudiado, sino a la España rural, abrumadoramente mayoritaria.

Como es obvio, dicho estudio de Del Rey debe incardinarse en la creciente violencia política del siglo XX (recuérdese La barbarie: guía del usuario, de Hobsbawm), y en la ominosa construcción del Otro como absoluto bélico, que quizá comience a perfeccionarse en la Gran Guerra, con su insistente propaganda sobre la defensa de la Kultur o de la Civilisation, encasillando al enemigo en la categoría de bárbaro. Aun así, la Gran Guerra es todavía y principalmente una guerra entre ejércitos. Y será la revolución rusa de Octubre de 1917, finalizando el conflicto, quien introduzca al enemigo ideológico, al enemigo del Pueblo (el nacional-socialismo no tardaría mucho en añadirse a esta variante civil de la violencia) con los resultados sabidos. Según recuerda Del Rey, es esta perspectiva revolucionaria la que se adopta en la España republicana, en el 36 y el 37 principalmente, a consecuencia de un hecho paradójico: “en apenas unos días -pag. 91- el imperio de la legalidad republicana se desmoronó a manos de los militares golpistas y de los revolucionarios que aprovecharon esa circunstancia para imponer su poder por medio de las armas”. Una revolución que ya se había intentado en el año 34 contra el gobierno Lerroux, pero que ahora no encontró obstáculo alguno, ya que los comités revolucionarios y las milicias de partido suplieron a la Administración y al Ejército del Estado, hasta amoldarlos a unos fines extraños a la República democrática y burguesa.

La “desaparición del orden público en la provincia, y la fractura dentro del Ejército y de las fuerzas de seguridad en el conjunto de España, abrieron las puertas a la revolución”, escribe Del Rey en la página 41, para concluir una página después: “Nunca como entonces en la historia de España un golpe militar de vocación contrarrevolucionaria, lanzado frente a un estallido revolucionario supuestamente inminente y nunca probado, ayudó tanto a impulsar la temida revolución”. Por lo tanto, fue en esta confluencia de insurrección militar y vaporización del orden republicano, donde se abrió la posibilidad de practicar el “sueño” revolucionario de fuerzas extrademocráticas, sólo coyunturalmente adeptas a la república (anarquistas, comunistas, socialismo revolucionario), y cuya finalidad no era, como parece obvio, la defensa de la república burguesa, sino una revolución obrera de heteróclita y enfrentada progenie. Lo cual planteaba la “necesidad” de controlar y suprimir al enemigo ideológico, como también se hacía, por idénticos motivos, en el frente insurrecto; y como se volverá a hacer, durante largos años, acabada la guerra.

Del Rey dedica una enorme atención a esta suplencia del Estado legítimo por los comités de partido y las milicias armadas, que fueron configurando e infiltrando la administración pública hasta ponerla a su servicio. De ahí se infiere la obvia conversión del ciudadano no afecto, indiferente o poco partidario, en ciudadano desafecto y punible. En un primer momento (“La violencia caliente”), de manera desordenada y abrupta. Pasados los primeros meses, con una calculada estrategia de supresión de los “agentes contrarrevolucionarios”. Según nos recuerda Del Rey, la República trataría de recobrar este poder a partir del año 37. Desde esa fecha, señala Del Rey, las muertes y ejecuciones en la zona estudiada guardan más relación con la proximidad al frente que con los crímenes ideológicos de retaguardia. Lo que resulta claro, en todo caso, es esta cualidad ideológica del crimen, vinculada a la idea revolucionaria. Esto es, émula de los totalitarismos triunfantes ya en Europa. Y ello -he aquí su interés mayúsculo- en una provincia de la España agraria cuya vinculación al ejército insurrecto no podía reputarse sino de marginal o inexistente.

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