La revolución cultural nazi | Crítica

Todo por la raza

  • Pese a su naturaleza reaccionaria, el nazismo, a juicio de Johann Chapoutot, abanderó una verdadera 'revolución cultural' que afectó a la historia, el derecho, la ciencia y la moral

'Portador de la antorcha' (1938) de Arno Breker, también llamada 'El Partido', perfecto emblema del arte nazi.

'Portador de la antorcha' (1938) de Arno Breker, también llamada 'El Partido', perfecto emblema del arte nazi.

Especializado en el estudio del nazismo, Johann Chapoutot, germanista y profesor de Historia Contemporánea en La Sorbona, ha destacado por sus aportaciones al esclarecimiento del trasfondo ideológico que nutría la visión del mundo de los camisas pardas, en cuyas filas convivían los matones descerebrados con personas muy formadas que se ocuparon, tras la conquista del poder, de armar los principios del nuevo Estado.

En su anterior libro traducido, Nacional-socialismo y Antigüedad, publicado por Abada, Chapoutot analizaba el modo en que los nazis se apropiaron del legado clásico, convenientemente expurgado, para prestigiar un pasado que los obsesionaba y en el que buscaban tanto las señales del esplendor perdido como las razones de la decadencia. También La revolución cultural nazi trata en parte de esa relectura sesgada o abiertamente fantasiosa de los improbables ancestros grecolatinos, pero lo hace en el marco de una operación mayor que no sólo implicó a los historiadores.

Se trataba ante todo de regresar al punto de partida. Antes de degenerar por efecto de la penetración de orientales y semitas, los antiguos griegos y los primitivos romanos, pueblos tan nórdicos como los propios alemanes, habrían representado una edad dorada que brilló como nunca a orillas del Mediterráneo. Grecia, en particular, a la cabeza de la familia indogermánica, habría sido el producto más acabado del genio de la raza.

El Platón más político, elevado a héroe como último representante del "linaje de los señores" en una época ya declinante, y Esparta, el más claro antecedente de un Estado racista en el que una minoría de la población dominaba a otra, los ilotas esclavizados, muy superiores en número, señalaban dos cumbres omnipresentes en el imaginario nazi. No habrían sido, por otra parte, las invasiones bárbaras las que precipitaron la caída de Roma, sino la previa infiltración de elementos alógenos que acabaron de corromper una estirpe ya dañada desde el periodo helenístico.

Johann Chapoutot (Martigues, 1978) es profesor de Historia Contemporánea en La Sorbona. Johann Chapoutot (Martigues, 1978) es profesor de Historia Contemporánea en La Sorbona.

Johann Chapoutot (Martigues, 1978) es profesor de Historia Contemporánea en La Sorbona. / Frémeaux-Colombini

La estilizada Olimpia de Riefenstahl o esculturas emblemáticas como el Portador de la antorcha de Arno Breker –símbolo del Partido– son sólo algunas de las manifestaciones más conocidas de una disparatada grecomanía que tenía ilustres precedentes literarios y artísticos y fue apoyada con entusiasmo por buena parte de la intelectualidad alemana.

La perspectiva de los nazis era, en este como en otros terrenos, estricta, literalmente reaccionaria, salvo por el hecho de que los teóricos supremacistas vieron en los avances de la biología un respaldo objetivo a sus tesis, que adquirían de este modo un carácter moderno, convincente e irrebatible. Pero de hecho, sostiene Chapoutot, el nazismo defendió una verdadera revolución cultural, en el sentido no progresista sino casi arqueológico de "regreso circular al origen".

Pese a su aire marcadamente plebeyo, el movimiento gozó no sólo de la complicidad de las elites profesionales y universitarias, sino de su activa contribución a la hora de fijar un sólido marco jurídico e institucional para la acción de gobierno. No eran locos, tenían una propuesta coherente y lograron transmitirla con éxito a través de las numerosas terminales del régimen.

Comprender cómo pensaban puede ser incómodo, pero resulta mucho más útil y revelador si se quiere entender el proceso de embrutecimiento colectivo por el que toda una sociedad fue preparada para aceptar lo inaceptable. La historia de la germanidad era presentada por los nazis como la de un "sufrimiento milenario". Hoy llama la atención la venenosa agresividad de su discurso, pero en el fondo se sentían víctimas, un pueblo desnaturalizado por obra de sus eternos enemigos. La sangre y el suelo (Blut und Bloden) habían sido profanados y sólo un nuevo imperio basado en esa vuelta a los orígenes podía redimir a la humillada raza nórdica.

Escuela adornada con símbolos nazis. Escuela adornada con símbolos nazis.

Escuela adornada con símbolos nazis.

Las razones de esta larga postración no eran otras que la contaminación racial y, en el orden de las ideas, las creencias ajenas a la verdadera idiosincrasia germánica: el judeocristianismo, desde luego, pero también el humanismo, la Ilustración, los derechos humanos –"hemos borrado el año 1789 de la historia alemana", se jactaba Goebbels– y cualquier concepción que se pretendiera universal o atentara contra la desigualdad natural de la especie.

El liberalismo y la democracia eran extraños a un pueblo que sólo se debía a su sed de dominio, donde no tenían cabida los débiles, los enfermos, los mestizos, los mansos. La compasión era un error, la fraternidad no era aplicable a las relaciones entre razas incompatibles. No sólo las monografías académicas, también los programas escolares, los libros de texto, las revistas de las SS, los folletos médicos o propagandísticos, son las fuentes a las que recurre Chapoutot para probar las constantes de una gigantesca operación de manipulación que aniquiló toda resistencia.

Las elites profesionales y universitarias contribuyeron a fijar un sólido marco jurídico e institucional

El individuo no era nada frente a la comunidad. El derecho romano, en realidad un producto tardío y como tal impropio del genio nórdico, debía dejar paso a una legislación que tuviera como único fin la conveniencia de la nación alemana. Kant, invocado por el mismo Eichmann, era tergiversado de la forma más grosera. Los pactos internacionales no podían impedir las legítimas aspiraciones a un espacio vital irrenunciable. Angustiados por la sangría de la Gran Guerra, el propio Hitler y sus ministros, junto a ideólogos como Rosenberg, Darré o el raciólogo Hans Gunther, insistían en la apocalíptica doctrina según la cual los alemanes eran un "pueblo en peligro".

Cualquier manera de generar arios era buena y la "moral burguesa" tenía poco que objetar, de ahí que se bendijera el sexo fuera del matrimonio, se brindara protección legal a los hijos naturales y se permitiera el divorcio por razones de esterilidad. Incluso se alentaba a la poligamia, practicada entre otros por Bormann, con vistas a la perpetuación de la raza.

Los teóricos supremacistas vieron en los 'avances' de la biología un respaldo objetivo a sus tesis

Lentamente madurada, la solución final, monstruosa e inimaginable, era el corolario lógico al discurso higienista –"erradicar las pulgas infecciosas no es asunto de ideología, sino de higiene", sostenía Himmler– que fue calando con medidas progresivas y cada vez más brutales.

Una parte de la neolengua que estudió Klemperer estaba formada por eufemismos médicos que hablaban de pestes, epidemias, vectores de infección e individuos "indignos de vivir" (Lebensunwert). Y si los odiados judíos eran criaturas subhumanas, los eslavos estaban naturalmente destinados a la servidumbre, en las inmensas tierras del Este que se convirtieron en territorios ocupados y sujetos a las necesidades del Nuevo Orden.

Hablamos de una fe irracionalista, como debida a un credo de fanáticos, pero Chapoutot –que se sirve de la expresión de Mosse cuando hablaba del "ojo del nazismo"– nos pone frente a los argumentos de hombres que apelaron a la historia, a la ciencia y al derecho para justificar sus atrocidades.

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