Valeria Correa Fiz. Escritora

"No creo en las categorías puras. Todos somos bastardos, híbridos, anfibios"

  • La autora se consagra como una de las voces más estimulantes de la narrativa actual con 'Hubo un jardín', un libro de relatos en el que la belleza y el espanto vuelven a darse la mano

Valeria Correa Fiz, fotografiada en Sevilla, donde ofreció un taller en la librería Casa Tomada.

Valeria Correa Fiz, fotografiada en Sevilla, donde ofreció un taller en la librería Casa Tomada. / Aníbal Díaz

Valeria Correa Fiz recuerda que cuando estudiaba Derecho ganaba además algo de plata dando clases de inglés a domicilio. "Yo no tenía miedo, pero ahí estaba, con apenas 18 años, metiéndome  en las casas de gente que no conocía". La escritora argentina afincada en Madrid se evoca en esa etapa "mirando el living, la habitación en la que estábamos, y trazando sin quererlo, en mi mente, la historia de esa persona que era mi alumna".  Así empezó a forjarse una escritora que sigue manteniendo la misma curiosidad por el ser humano en sus libros, obras en las que la belleza y el espanto van de la mano y en las que la tensión narrativa convive con destellos de poesía.  En Hubo un jardín (Páginas de Espuma), Correa Fiz se ocupa de esos recuerdos incómodos que nos asaltan en la medianoche, esas dentelladas de la conciencia que nos señalan que en una ocasión, quizás, poseímos el edén y lo perdimos. 

–Que el verbo  vaya en pasado en ese título, Hubo un jardín, es un matiz importante...

–Yo empecé el libro pensando que trabajaría los secretos y la culpa, pero, cuando tenía los siete cuentos escogidos, me di cuenta de que el espacio, en muchas de las historias, ocupaba un lugar muy importante. Ahí reparé en el jardín, en el lugar que es al mismo tiempo ocasión del bien y del mal. Es muy potente esa idea simbólica del edén, que aquí no falta porque todos los personajes recuerdan el momento de la caída, el momento de la desgracia, pero los jardines me interesaban también como propuestas que representan el orden y el cuidado, y que si se abandonan se convierten en desierto, si están en una zona árida, y si forman parte de una naturaleza más exótica devienen jungla.

–Desde la primera narración, con una lluvia inclemente, hasta la última, donde los perros se suicidan, la naturaleza despliega una amenaza inquietante y descontrolada. Pero la condición humana también se desata, se desborda, y las pasiones son aquí otra forma de ciclón.

Hubo un jardín puede ser leído como una prolongación de La condición animal [su anterior libro de relatos], pero ahí me preguntaba más por el origen del mal, sin encontrar una respuesta, naturalmente, y armé una especie de catálogo sobre el tema, que  empezaba con una pareja y acababa con una pandemia. Un poco visionario ese cuento, lamentablemente. Todo el mundo me decía, allá en el 2016: ‘¡Qué distópico!’ [ríe]. Esta vez, más que preguntarme por el origen del mal, lo hice por las consecuencias. Pero no hay duda de que el mal sigue siendo una obsesión para mí. 

"Aquí quería trabajar esos recuerdos que tú no invocas, que te asaltan y te perturban, que son como fieras"

–Los personajes recuerdan su infancia o su adolescencia en estos relatos. Toda memoria está llena de paraísos perdidos.

–Sí. La memoria está llena de paraísos perdidos, de estados ideales, y a menudo nos juega malas pasadas. Yo aquí quería trabajar en esos recuerdos involuntarios que tenemos, no tanto esa memoria en la que uno evoca algo a voluntad, sino esos recuerdos que te asaltan, que te perturban, que no se pueden controlar por la razón. Hay una culpa que vamos arrastrando, y de ahí surgen estos recuerdos, que son como fieras que saltan sobre los personajes. 

–En el cuento Un amor imaginario, una mujer que pone inyecciones dice que "hay mucho relato encerrado en los cuerpos". En estas ficciones la carnalidad tiene mucho peso.

–Sí, quería explorar también la memoria que está escrita en el cuerpo. Cicatrices, arrugas, canas, eso que alguien encuentra cuando se mira, pero también otras cosas que no dejan señal visible y que nos componen, que atraviesan la carne. Quería jugar con eso, con un personaje que puede leer algo de la vida de los demás a través del cuerpo. 

Valeria Correa Fiz. Valeria Correa Fiz.

Valeria Correa Fiz. / Aníbal Díaz

–La protagonista de esa historia escribe, y corrige en sus textos las biografías desdichadas de famosos como María Callas. Usted, sin embargo, no busca forzar ningún final feliz.

–Yo creo que el libro trata del dolor, pero trata también de una forma de belleza. Puede que las historias sean crudas y no permitan un final plenamente feliz, pero  pienso que en estas páginas hay una especie de aliento esperanzador, pese a todo. En la vida no existen las categorías puras: el dolor se mezcla con el amor, lo feo con lo bello. Para mí, escribir es una manera de ordenar la experiencia y de hacer catarsis, aunque mis cuentos no sean autobiográficos parto de la vida y la vida está en las dualidades, en lo complejo.

–Lo afirma uno de los personajes de otro cuento: "El mundo era terrible y también bello".

–Me muevo entre esas dos manifestaciones, sí. De la literatura me interesan mucho dos pulsiones. La belleza, que sería lo que te lleva hacia algo, y el asco, que te genera el movimiento contrario, lo que te envía hacia atrás. En mi opinión todo buen cuento debe hacer ese doble ejercicio. Impulsarte a seguir adelante y que en un momento te haga pensar que no puedes continuar.

–Por Hotel Edén  asoma el fantasma de una niña. Pero, ¿no son todos sus cuentos, de un modo u otro, historias de espectros?

–Sí,  de alguna manera sí, porque el pasado nos afantasma un poco. No hay una posibilidad de vivir un tiempo único. Nosotros, materialmente, estamos en el presente, pero con nuestras expectativas nos desplazamos al futuro y con los recuerdos  andamos en el pasado. Ese movimiento hacia atrás nos adelgaza, nos hace perder la carne. Estamos habitados por espectros, algunos buenos y algunos malos, y eso mismo le ocurre a mis personajes.

"De la literatura me interesan dos pulsiones: la belleza, que te atrae, y el asco, que te echa para atrás. Ese doble ejercicio"

–En Hubo un jardín hay un matadero gestionado por irlandeses, un invernadero diseñado por Eiffel, un hotel y un pueblo levantados por alemanes... Ahora que se reivindican tanto los nacionalismos, su retrato de Argentina parece decirnos que todos somos mestizos, bastardos.

–Sí, y sale también en el libro el Parque de España en Rosario, y en otro relato una argentina atraviesa el Parque del Retiro. A mí me encanta esa idea, que todos somos bastardos, todos somos anfibios, somos híbridos. Ya lo dije antes, yo no creo en las categorías puras. No creo ni en lo bello ni en lo horroroso, no creo en las razas y en las etnias puras. Toda esta mezcla del libro no fue premeditada, salió sin querer, pero en todo caso tiene que ver con la identidad argentina, formada de la unión de las oleadas europeas y los criollos. En la arquitectura del país hay constancia física de eso, de que los extranjeros levantaron el país con los nativos. Antes agarrabas la lista de teléfonos y los apellidos eran españoles, italianos, algún alemán y algún polaco...   

–Ha dicho que su literatura no es autobiográfica. ¿Qué piensa del auge de la autoficción?

–La autoficción tiene mucho valor, pero para mí el movimiento literario arranca cuando uno es capaz de encarnarse en otro. La ficción te permite algo que la realidad no. Nosotros, cuando vemos el horror, la tragedia, tratamos de desviar la mirada, y la ficción te permite mirar la tragedia y el horror a los ojos. Es un ejercicio de empatía, la ficción, con el que uno se hace preguntas. Mi abuela veía las noticias y no sufría con ellas, contaban historias terribles a las que ya se había habituado, pero lloraba con la novela que emitían después. De esa experiencia saqué una frase que usé en La condición animal: "El dolor puede ser una costumbre". Y con la ficción nos ponemos en la piel del otro, pensamos por el personaje, nos preguntamos.

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