Final Copa del Rey | Barcelona-Valencia

El trabajo siempre lleva a la felicidad (1-2)

  • El Valencia acaba con la hegemonía del Barcelona en la Copa por la sencilla razón de que preparó infinitamente mejor la final

  • La primera mitad fue definitiva mientras Valverde dejaba a Messi muy solo sin un ‘9’

El Valencia acaba con la hegemonía del Barcelona en la Copa del Rey. El equipo de Marcelino supo jugar infinitamente mejor que el campeón de la Liga esta final y se ganó la felicidad en el año de su centenario. Las cosas no suceden jamás en el fútbol por casualidad y el premio fue más que merecido por más que el sufrimiento en los instantes finales llegara a asemejarse casi a una tortura. Pero esta vez, como casi siempre, el resultado respetó a los méritos contraídos durante la mayor parte del juego y la Copa viajaba hasta Valencia entre la inmensa felicidad de todos los seguidores enfundados en una camiseta blanca o en las senyeras valencianas.

Al final, el plan de Marcelino había conseguido anular a Messi, tal vez la única bala que le quedaba a un Barcelona tan descompensado que no tenía ninguna solución tras la ausencia de Luis Suárez por su decisión de operarse cuando los suyos cayeron eliminados de la Champions. Son las cosas del fútbol y de despreciar algunas competiciones, porque ¿alguien duda de que el uruguayo jamás hubiera pasado por el quirófano de haberse metido en la final del Wanda Metropolitano?

La cuestión no era fácil para los azulgrana y su entrenador no fue capaz de resolver el jeroglífico a pesar de tener varias semanas para haberlo conseguido. El Barcelona fue un equipo sin la profundidad necesaria para siquiera atemorizar al Valencia y éste se aprovechó de ello de manera perfecta.

Los roles se intercambiaron desde el minuto uno por la sencilla razón de que el Valencia tenía infinitamente mejor preparado el partido que el Barcelona. ¿Carencia de los futbolistas adecuados a raíz de esa lesión de su delantero centro? Puede ser, pero la verdad es que Valverde había tenido tiempo más que de sobras para trabajar una solución alternativa. Por ejemplo lo que hizo en el segundo periodo para que los suyos crecieran considerablemente, en definitiva para que Arturo Vidal hubiera ejercido casi de delantero puro para ofrecerle una alternativa de pase a Messi.

No fue así, sin embargo, y el Barcelona se mostró sin soluciones ofensivas en todo momento ante un Valencia que era justo lo contrario. Porque Marcelino sí había estudiado minuciosamente la forma de poder golpear al Barcelona. Le bastaba con ordenarse atrás, acumular muchas piernas alrededor de Messi y tal vez no estar tan pendiente del resto, pues casi no se ofrecían en desmarques de ruptura para que el argentino pudiera destrozar el entramado defensivo.

Y en ataque, la forma de hacer daño fue buscar las bandas ante un Barcelona que en ocasiones defendía con tres centrales al retrasarse mucho Busquets. La debilidad azulgrana, por tanto, estaba en las espaldas de Semedo y Jordi Alba y eso se plasmaría con los dos goles. En uno de ellos el origen de todo fue Gayà, que desarmó a la zaga con un pase a Gameiro; en el otro, una pared evidenció que la velocidad de Jordi Alba hacia atrás ya está muy lejos de ser la ideal. Carlos Soler lo aprovechó y Rodrigo le puso la firma.

El Valencia había conseguido algo que es muy complicado en el fútbol, que es simplificarlo, hacerlo fácil, para derribar a un coloso como el Barcelona. Era la apuesta por la sencillez, por no desordenarse jamás y por saber golpear en los momentos justos, algo que ya pudieron haber hecho con apenas cinco minutos contabilizados. Un mal despeje de Lenglet situó a Rodrigo delante de Cillessen con todo a favor. El delantero valencianista dribió al guardameta, pero con la portería para él se entretuvo demasiado y le dio tiempo a Piqué para surgir casi del abismo.

Pero sólo le sirvió al Barcelona para retrasar la caída en ese primer periodo que ya sería definitivo para la suerte de esta final. Estaba claro que el Barcelona no se iba a dejar derribar tan fácil, que tenía que sacar su orgullo a través de un Messi que lo intentaba de todas las maneras posibles a pesar del escaso éxito de la mayoría de sus acciones.

Parejo besa la Copa recibida de manos del Rey Felipe VI. Parejo besa la Copa recibida de manos del Rey Felipe VI.

Parejo besa la Copa recibida de manos del Rey Felipe VI. / Antonio Pizarro (Sevilla)

El Valencia llegó a sentir angustia cuando le temblaron las piernas, pero ahí también tuvo la suerte necesaria para ganar este tipo de partidos. Un disparo de Messi se estrelló en el palo y el remate posterior de Arturo Vidal, con todo a favor, se marchó desviado. El Barcelona había dejado pasar el primer tren y cada vez parecía más complicado que aquello se le escapara a la tropa de Marcelino.

Ni siquiera cuando se tuvo que ir Parejo lesionado y poco después llegó el gol de Messi para que aquello se pusiera aún más emocionante se descompuso el cuadro valencianista. Nada de rubor, un lateral derecho por un delantero, un defensa central por el otro delantero y mover las piezas de manera que todo siguiera pareciéndose al 1-4-4-2 con el que se emplean los equipos de Marcelino. Aunque, lógicamente, cada vez defendía más cerca de Jaume Doménech.

Dio igual, el Barcelona ya no tuvo ninguna oportunidad de inquietar de verdad a Jaume Doménech. Los centros laterales en busca del 9, que ya era Piqué, no tenían éxito y los disparos que le podían caer a Messi eran taponados con celeridad por los centrales, que se tiraban al césped como posesos. La gloria los esperaba y no era para menos.

El resultado no se alteró a pesar de las dos oportunidades finales de Guedes, una de ellas sin portero, pero el Valencia y el valencianismo explotaron de júbilo en un Benito Villamarín que lució con majestuosidad. Es el fruto del trabajo bien hecho, de confiar en el entrenador cuando Mestalla se llenaba de pañuelos para pedir su cabeza. Marcelino García Toral supo llevar a los suyos hasta la felicidad y ahora les toca disfrutarlo, se lo merecieron.

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