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En la cima del mundo

  • Muhammad Ali, el mejor boxeador de todos los tiempos, muere a los 74 años y se instala ya para siempre en el Olimpo de las leyendas del deporte.

"Ali es el Mayor Ego de toda Norteamérica", escribió Norman Mailer. De ahí toda esa fascinación que provocó, es decir, toda esa atracción, todo ese rechazo. Fue una "fuente de obsesión". Cuanto menos se quería pensar en él mayor era la propensión a hacerlo. Y no fue sólo el Mayor Ego de Norteamérica, como lo definió el escritor. Fue también el más perturbador de todos ellos. El que además de coronar la cima dominó el centro del mundo. Enseguida supimos que el cuadrilátero era suyo. Lo ocupaba entero. Un gigante negro que danzaba... ya saben, como una mariposa, y picaba... ya saben, como una abeja. Un rey africano nacido en Louisville el 17 de enero de 1942 que bailaba alrededor de su adversario antes incluso de que el árbitro ordenara el comienzo del combate, antes de que sonara el campanazo del primer round.

"Eres mi nuevo compañero de juego, vamos a divertirnos", le soltó un deslenguado Ali a Joe Frazier en los prolegómenos de aquella pelea que terminó perdiendo. Para dar cuenta del castigo que ambos se infligieron sólo hay que recordar que los dos púgiles tuvieron que ser trasladados al hospital.

A pesar de los sopapos de Frazier no perdió el atractivo. Después, en Manila, se tomaría la revancha.

"Soy joven, soy guapo, soy rápido, soy elegante y posiblemente no puedo ser golpeado".

Era tan veloz que pulsaba el interruptor para apagar la luz y estaba en la cama antes de que la habitación se quedara a oscuras.

"Dicen que hablo mucho, pero sostengo todo lo que digo".

"Soy el más grande y estoy noqueando a todos los vagos".

En un mundo de pocas palabras, en el que la mayor parte de sus protagonistas, los luchadores, apenas lograban enhebrar un par de frases con sentido; en un territorio dominado por el lenguaje corporal en el que los argumentos del contrincante hacen que te crujan las costillas y se te astille el mentón, Muhammad Ali no sólo multiplicó la fisicidad dentro y fuera del ring, sino que le añadió el Verbo, una locuacidad torrencial, la de un hombre que dijo siempre lo que quiso, cuando quiso y como quiso.

Y como todo bocazas que se precie, ni los golpes lograban enmudecerlo. A saber: en Kinshasa, el 30 de octubre de 1974, Foreman le suelta un martillazo y él, agarrándole de la nuca, le susurra al oído: "George, ¿esto es todo lo que tienes, George?". Y Foreman, con sus 25 años contra los 32 de Ali; Foreman, defendiendo el título frente al aspirante Ali; Foreman, convencido de que tenía el K.O. a tiro, supo que el combate no acabaría como él tenía planeado. Lo cuenta él mismo.

Ali no mató a Foreman, como le gritaba el público. "¡Ali bomaye, Ali bomaye! (Ali mátalo)". Ganó el combate por el que el sátrapa Mobutu Sese Seko pagó diez millones de dólares para intentar lavar su nombre y el de la dictadura con la que aterrorizaba a Zaire. Allí alcanzó el honor y la gloria ante una multitud de 60.000 espectadores. Venció por K.O. en el octavo asalto. Se convirtió en bicampeón mundial.

Pero al portento que después de ganar a Frazier en Filipinas en aquella cumbre del boxeo que se dio en llamar Thrilla in Manila admitió que había sido lo más cercano que había estado de la muerte, ésta le llegó el viernes (la madrugada de ayer en España). El mundo se queda sin rey. A los 74 años, el cuerpo de quien nació Cassius Clay para pasar tras abrazar al islamismo a bautizarse como Muhammad Ali cedió definitivamente. Ahora sí en silencio. Había dejado las doce cuerdas en 1981. Tres años después temblaba por el párkinson. Eso sí, aunque lejos ya de su pugilismo elegante, provocador y espectacular, su ego seguía intacto. Su país le idolatraba, ahora sí. Hay que volver al principio: a la fascinación que provocaba a su paso. Y de acuerdo: también se hacía un nudo en la garganta verlo así.

Esa turbulenta relación de amor-odio con su país también la ganó él. Y eso que en el arranque del documental Cuando éramos reyes, de Leon Gast, con el combate de Kinshasa como excusa para narrar una historia de lucha, reivindicación, racismo y negocio, Ali es demoledor, salvaje, como un rey de la selva: "Sí, estoy en África, África es mi hogar. Maldita América y sus ideas".

Resuena Vietnam, todavía supurando. Él, que como Cassius Clay había ganado el oro olímpico en 1960 en Roma, cuatro años más tarde y poco después de conseguir por primera vez el cinturón de campeón del mundo al tumbar a Sonny Liston -al que también mandará a la lona en la revancha que éste pide al año con una escena que inmortaliza a este deporte: Liston en el suelo y él gritándole "¡Levántate y pelea, cabrón, levántate!"- se convierte al islam, cambia de nombre, se niega a ser reclutado, no va a la cárcel pero no puede pelear durante tres años, sin cinturón y sin licencia... Ya tenía un récord de 29 triunfos con 22 K.O.

Pero regresó. Con una derrota. Joe Frazier le puso la mandíbula como una coliflor en el 71. Él no clavó las rodillas. El Madison Square Garden no lo vio caer. Los jueces dieron la victoria a Frazier en las tarjetas. Él se vengó, en 1974, ganando también a los puntos. No había ninguna duda de que la etiqueta de the greatest estaba cosida con refuerzos en su calzón. La había ido reforzando frente a los mejores: Patterson, Chuvalo, Cooper, London, Williams, Terrell, Folley, Jerry Quarry, el orgullo de la América blanca... y por supuesto los citados Liston, Frazier, Foreman.

Hasta que llegó ese otro apellido: Parkinson. Un boxeador invisible. Ali se lo tomó como otro rival, el peor de todos, el más bestia, el más cruel. Y aquí también tiró de carisma, dispuesto a no dejarse arrebatar el cetro del más grande, el más guapo, el más elegante, un tipo que, como él mismo dijo siempre, no podía ser golpeado. Y su celebridad creció aún más. En los Juegos de Atlanta encendió la llama olímpica. Sólo él -sí, enfermo- podía robar el fuego a los dioses para entregarlo a sus amigos los mortales.

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