Análisis

Gran Bretaña: un reto en una Europa carente de visión

  • Si Europa no asume un papel más activo en el mundo y si no se acepta un mayor liderazgo de las instituciones comunitarias seremos víctimas de lo que suceda dentro y fuera de la UE.

EL impacto del voto de los británicos es muy profundo porque no es resultado de una elección racional, sino porque refleja sentimientos que no son exclusivos del Reino Unido, un país que organizó un referéndum para seguir igual y el resultado es que todo le ha cambiado. Ahora afrontamos un reto no esperado. Estamos obligados a negociar la retirada de un Reino Unido que querrá mantener vínculos estrechos con la UE, pero evitando los requisitos burocráticos y minorando mucho sus obligaciones de aportación al presupuesto. Sin embargo, la UE no puede concederle una condición mejor de la que tenía como miembro. Pero tampoco puede tratarla como un evadido, por más que esté obligada a mantener una posición firme so pena de que el ejemplo se reproduzca.

La visión europea progresivamente construida durante decenios se ha congelado y los debates atañen cada vez a nuestras propias contradicciones, en lugar de a cómo situarnos y cómo actuar ante los cambios del mundo. Atender a los problemas del presente no es excusa para no establecer propósitos para el futuro, y para esto hace falta una visión de largo alcance que no se suple con grandes propósitos de escala mundial, como los relacionados con la sostenibilidad y similares porque son sólo adjetivos y no lo sustantivo. Esto es evidente en la política exterior, en la que defendemos grandes ideales pero no tenemos ni los medios ni la voluntad para hacerlos realidad. Incluso en la interior no estamos faltos de contradicciones: las políticas siguen siendo sobre todo nacionales y en algunos casos las objeciones a las políticas de la UE se convierten en un asunto central. Tratamos de progresar en la ciudadanía europea y a la vez resurgen los nacionalismos anacrónicos.

Quizá sea oportuno recordar los orígenes de la Unión Europea. En 1957, el Tratado de Roma instituyó la Comunidad Económica Europea (CEE) gracias a los esfuerzos de un reducido conjunto de europeístas que, ante todo, habían pretendido alejar para siempre el terror vivido en las dos grandes guerras entonces tan recientes. Monet, Adenauer, Spaak, De Gasperi y pocos más habían recogido lo superviviente del pensamiento europeísta desde principios de siglo y con mucho entusiasmo pero sin éxito trataron de crear los Estados Unidos de Europa mediante el establecimiento de la Comunidad Europea de Defensa. No fue posible, aunque se había constituido la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA, 1951), porque unir a los ejércitos bajo una única bandera provocó fortísimos rechazos nacionales, animados en Francia e Italia por sus poderosos partidos comunistas y también por el propio De Gaulle.

Este fracaso les condujo a buscar una unión por otro camino, con un propósito que entonces parecía menos ambicioso. Era el camino de la integración económica, definido en Roma y firmado por Alemania (RFA), Bélgica, Francia. Holanda, Italia y Luxemburgo. Este núcleo duro continental demostró una capacidad de crecimiento económico bastante más elevado que el de la EFTA, la Asociación Europea de Libre Comercio constituida en 1960 y que había sido auspiciada por Gran Bretaña como contrapeso a la comunidad de los mencionados países continentales. Pero ya en 1973 Gran Bretaña abandonó la EFTA, junto con Dinamarca, y más adelante lo fueron haciendo Portugal, Austria, Suecia y Finlandia.

A lo largo de 6 ampliaciones y en poco más de medio siglo se ha formado una comunidad que no existía desde hacía muchos siglos, formada por 28 países y a la que son candidatos cinco países más. Quienes han desarrollado lo propuesto en el Tratado de Roma han logrado algo que era poco menos que imposible: eliminar todo el aparato nacional de intervención en comercio exterior, control de divisas y tipo de cambio, asegurar la libertad de movimientos de personas y de capital, defender la competencia por encima del interés inmediato de cada Estado, establecer objetivos y pautas de sostenibilidad comunes y una gran cantidad de normativa de carácter técnico también común, entre otros muchos logros que incluyen un espacio de investigación común, el sostenimiento de la agricultura y la contribución al desarrollo de las regiones atrasadas.

Y esto se ha logrado con muchos menos recursos económicos de lo que parece. Las instituciones europeas tienen actualmente 32.500 empleados y su presupuesto fue de 145.000 millones de euros en 2015, del que sólo un 6% se destina a administración. Ese presupuesto es apenas el 1% del PIB de los países miembros y los funcionarios vienen a ser sólo 65 por cada millón de europeos. A título de comparación, ese presupuesto es cinco veces el de la Junta de Andalucía las diputaciones, cabildos y consejos insulares tienen 1.300 empleados por cada millón de españoles.

Donde no hay visión sólo se puede aspirar a que no cambien las condiciones y mantener la continuidad. En el pensamiento de los fundadores y en las realizaciones de los continuadores están presentes no pocos de los valores que han hecho grande a Europa; entre ellos la libertad, la democracia, el constitucionalismo y el respeto a las personas. Y los constructores animaron también el sistema económico originado en Europa, basado en la iniciativa individual y que ha demostrado ser el único capaz de desarrollarse. Los resultados en todo ello han sido muy buenos, incluso considerando la crisis, pero si Europa no asume un papel más activo en el mundo y si no aceptamos mayor liderazgo de las instituciones comunitarios nos convertiremos en víctimas de las circunstancias que vayan sucediendo dentro y fuera del territorio común.

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