Educación

La soledad del profesor

  • De una enseñanza autoritaria hemos pasado a la tolerancia de lo intolerable, en la que el alumno impone su caótica tiranía

Rafael Padilla González

Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Cádiz

Es un hecho que nuestro sistema educativo no funciona. Han fracasado todas las reformas, algunas disparatadas, que pretendían dotarle de una cierta eficacia. Y en el camino, además de agostar generaciones de jóvenes, hemos destrozado la propia autoestima de un profesorado sometido hoy a tensiones insoportables. La incidencia del llamado ‘síndrome del quemado’ (burn out), es cuatro veces mayor en la docencia que en otros sectores. Las cifras no mienten: la mitad de los profesores acuden a las aulas con miedo; uno de cada diez ha sido golpeado; tres de cada diez, amenazados; la gran mayoría, insultados; la ansiedad y la depresión afectan a casi dos tercios de aquéllos. El año nos ofrece ejemplos espectaculares de la violencia que, como grupo, soportan. Pero, junto a los casos difundidos, hay miles de conflictos que se acallan, que, en el silencio de una fingida normalidad, van minando la consideración y la importancia de una figura –la del maestro– que en otro tiempo resultaba fundamental para la sociedad.

En un estudio publicado en 2008 por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, FAD (Docentes o maestros: percepciones de la educación desde dentro), se descubre bien el estado de ánimo de un colectivo que empieza a dudar de su misma utilidad. Los profesores españoles –son conclusiones allí contenidas– se sienten desorientados, desamparados, desautorizados, desprestigiados, desbordados y hasta atropellados. Incapaces, pues, de atender a cuanto se les exige. A esa situación hemos llegado por múltiples causas que, acumuladas, trazan un horizonte patético. En el origen está, creo, una pésima decisión política: la de igualar los contenidos por abajo para engrosar ficticiamente el número de jóvenes que completan el ciclo formativo no universitario. Ese afán, que inspiró la famosa LOGSE y que responde antes al igualitarismo que a la igualdad, introdujo en la escuela una presión innecesaria, en la medida en que forzó la presencia en las clases de alumnos que carecen de las aptitudes y del interés imprescindible para ser enseñados.

Las sucesivas leyes que han ido intentando enderezar el disparate, más ideológicas que pedagógicas, no han hecho sino apuntalar la permanencia de un modelo ingrato y absurdo para quien enseña, para quien aprende y para la comunidad toda. El olvido de un principio básico (la educación es selectiva, elitista en el mejor sentido del término, o acaba no siendo nada) ha desembocado en el pandemónium de unos centros en el que coinciden docentes desmotivados y discentes desinteresados. En tales condiciones, todo chirría. Cada vez resulta más difícil que el profesor conserve el orden en las aulas, entre otras razones, porque se sabe sin autoridad para ello y porque carece de los medios y del reconocimiento para hacer valer su posición. De una enseñanza autoritaria hemos pasado a la estúpida tolerancia de lo intolerable, en la que el alumno –frecuentemente el alumno peor y menos dotado– impone su caótica tiranía. De igual modo, también cada vez resulta más compleja la relación con los padres, a los que los profesores perciben como elementos al margen, incluso ausentes, del proceso educativo. Junto a ello, desafíos inaplazables como el de la multiculturalidad, el bilingüismo o la aplicación de nuevas tecnologías, frente a los que muchísimos profesores no se ven capacitados, agravan tan penosa realidad.

Y queda, a mi juicio, el fenómeno de más complejo pronóstico. Reproduzco un párrafo de Pilar de la Vega (La soledad del profesor, Heraldo de Aragón, 8 de febrero de 2006) que lo enmarca a la perfección: “La escuela, y en ella, el profesor se sienten solos, aislados, como en una burbuja […] Los estudiantes notan que lo que funciona en la sociedad no es lo que les enseñamos. Ellos adquieren un conocimiento de la sociedad en la que viven, a través de la televisión e internet, y allí conocen comportamientos y conductas representados en personajes que han conseguido triunfar […] Es un discurso que lleva a resaltar los valores y las formas de actuar en las que el fuerte somete al débil e indefenso, en que para triunfar hay que saber hacer dinero fácil, en la que los ricos lo consiguen todo y son felices, y los pobres y débiles sufren y son dominados”. La radical incoherencia entre los valores y principios que el profesor debe transmitir y los que el alumno aprecia como deseables y exitosos inutiliza la labor de aquél y le deja solo y a solas frente a una tarea tan titánica como imposible.

El futuro de un país se decide principalmente en sus pupitres. Y en los nuestros casi nada está cabalmente en su sitio. Las familias solicitan de la escuela una formación en la que, paradójicamente, en absoluto parecen dispuestas a colaborar. Los potentísimos agentes de instrucción modernos, con sus mensajes perversamente nocivos, anulan toda esperanza de invertir la tendencia. La Administración, lejos de amparar, entrega a su suerte a los docentes, obligándoles a aplicar normas estrafalarias, a sufrir la creciente violencia y la perpetua intimidación de padres y alumnos, a traicionar el verdadero sentido y la lógica de su esencialísima labor. Carentes de prestigio, “funcionarializados”, sin posibilidad real de desarrollar dignamente su trabajo, aparecen inermes y asustados frente a la inabarcable obra que se les demanda. Se trata, al cabo, de una soledad mortal. Para ellos, claro; pero también para una sociedad que, por ignorar, ignora cuán cerca le coloca tanta banalidad, tanta memez y tanta inconsciencia de su propio y ya casi inevitable suicidio.

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