La Rotonda

rogelio rodríguez

Alarma separatista: "Antes Sánchez que las urnas"

Sánchez teme arder en la pira que populistas e independentistas quieren hacer con la Constitución

Pedro Sánchez subrayará el próximo lunes, durante su discurso en la sesión de investidura, que España necesita un Gobierno que pueda gobernar, no que sea gobernado. En principio, dirá lo mismo que dijo Mariano Rajoy en octubre de 2016, cuando fue elegido presidente gracias a la costosa abstención del PSOE, cuyo aparato había expulsado a Sánchez de la Secretaría General por el insensato bloqueo político que representaba su contumaz "no es no" al electo candidato popular, y, de manera especial, por sus devaneos con populistas y secesionistas. "Fluyen el amor y la pasión en la política española. Pedro, sólo quedamos tú y yo", le dijo entonces Pablo Iglesias, irónico y ufano ante la perspectiva de ocupar el espacio que supuestamente abandonaba el PSOE.

Sólo han pasado 33 lunas llenas y, ahora, por esos antojos del destino, es Pedro Sánchez quien se ve forzado a reclamar el apoyo que él negó a Rajoy de forma taxativa, aun a riesgo de calcinar la gobernabilidad. Sus razones son tan sólidas como las que esgrimió su antecesor, incluso tienen más fundamento dada su experiencia al frente de un Ejecutivo recluso del secesionismo. Pero el problema de Sánchez es bastante mayor, ya que ni el PP, por la imperante lógica política, ni Ciudadanos, por la desatinada diatriba de su líder, le prestan oídos. Así que, salvo imprevisto, a estas horas en el ámbito de la ficción, el jefe socialista sólo será investido si accede a la aborrecible reclamación personalista de Pablo Iglesias, que actúa en nombre de Unidas Podemos y en subterránea concomitancia con ponzoñosos intereses de los partidos independentistas, o si Iglesias claudica ante su cada vez más oscura perspectiva electoral.

Sánchez ha demostrado que la ideología que mejor conoce es el poder, carece de remilgos y le sobra pericia para alcanzarlo, pero, en su caso, ocupar la jefatura del Gobierno no implicaba la posibilidad de gobernar, al menos como hubiera deseado tras probar las mieles de presidir el Consejo de Ministros. Lo sabía desde que triunfó su aventurada moción de censura y se amparó en decretos leyes electoralistas, enarboló el espantajo de la exhumación de Franco, recorrió mundo a bordo del Falcon y, en su más a más, firmó con Quim Torra el vergonzante acuerdo de Pedralbes. Vulneró límites impensables, pero las hadas le fueron medianamente propicias en las elecciones al otorgarle una victoria tan rotunda como insuficiente, ya que lo condenaba a buscar comanditarios en las antípodas o reeditar el amparo tóxico de los socios que lo auparon para, poco después, despeñarlo.

El presidente en funciones rehúye reeditar el experimento, teme arder en la pira que populistas e independentistas pretenden hacer con la Constitución. No quiere ministros que hablen de presos políticos y su amenaza de convocar elecciones ha movilizado a los portavoces mediáticos de la izquierda. Los separatistas, traumatizados, señalan a Podemos: "Antes Sánchez que las urnas", dicen. Iglesias es el escollo y quiere morir matando. Lo suyo va de dos pájaros con un tiro.

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