España

La España desencantada

José Antonio Carrizosa

Director de Publicaciones del Grupo Joly

A principios de 2013 España es un país que se ha dejado demasiadas cosas en el largo camino de la crisis, y que va necesitar paciencia y mucho trabajo para recuperar siquiera las más importantes y, sobre todo, la confianza en sí misma.  En 2007, el último año antes del tsunami que todo o casi todo lo ha devastado, el país era un cóctel en el que se mezclaba la despreocupación del nuevo rico con la seguridad de que ya nada iba a ir para atrás, de que las altísimas prestaciones del Estado del bienestar,  el trabajo para toda la vida o el seguro de revalorización que representaba haberse comprado una casa o dos, aunque todo se debiera a los bancos, configuraban una situación inamovible. Nos había tocado la lotería de ser europeos y había que disfrutarlo.

Cuando todo saltó por los aires y vimos que habíamos vivido encerrados en una burbuja y sin tocar el suelo, nos dimos de bruces con que teníamos un  país débil y desvertebrado, con una sociedad átona, un  tejido empresarial especulativo y de escasa solvencia, una clase política huérfana de preparación y ávida de privilegios, un sistema basado en la división del país en 17 miniestados  que no aseguraba la cohesión territorial y que suponía una máquina disparatada de gasto  e ineficacia. El choque con la realidad fue brutal. De la España de Ferrán Adrià en la portada de The New York Times habíamos pasado a la de los indigentes rebuscando en los contenedores de basura; de que al país lo representaran en el exterior los grandes triunfadores como Amancio Ortega a que lo hicieran los seis millones de parados malviviendo muchos de ellos a base de una limosna pública de 400 euros o de la pensión de su padre o de su abuelo.

Estábamos, seguimos estando, en una España desencantada y hastiada, que tiene su principal símbolo en las decenas de miles de jóvenes con formación universitaria que sólo piensan en cómo irse porque aquí saben que el futuro todavía no existe. Y que no existirá hasta que se responda a dos cuestiones básicas: cómo habíamos llegado hasta aquí y, más importante, qué recetas hay que aplicar para salir.

La primera tiene una respuesta que no es demasiado complicada. La segunda, sí. Habíamos llegado a la profunda depresión nacional en la que todavía nos debatimos por una inconsciencia colectiva, que algún día los sociólogos tendrán que estudiar en profundidad, pero también por la tremenda irresponsabilidad de una clase política y unas élites económicas que ni supieron ver lo que se nos venía encima y que cuando la situación les estalló entre las manos tampoco hicieron nada para taponar la herida y dejaron que el enfermo se desangrase.

A España le ha tocado atravesar su crisis económica más compleja desde el final de la posguerra con los dos presidentes del Gobierno más débiles y de menor solvencia que han pasado por la Moncloa desde que murió el dictador.  El comportamiento de Zapatero  negando la crisis y resistiéndose hasta bien entrado 2010 - y obligado entonces por la presión europea- a adoptar ninguna medida para hacerle frente pasará a los anales de la historia moderna de España como uno de los comportamientos más torpes y suicidas en muchas décadas.  Su partido lo pagó en las urnas, hasta el punto que todavía hoy no se ha recuperado del golpe y previsiblemente tardará mucho en hacerlo. La llegada de Rajoy  fue recibida por muchos españoles con ilusión, como el inicio de la solución de los problemas. Pero esa ilusión dejó pronto paso una desconfianza que aumentó aún más la sensación general de depresión. Rajoy había llegado para administrar los dictados que desde Berlín decidía Angela Merkel, mientras el paro aumentaba, las empresas cerraban y la exclusión empezaba a hacer presa en decenas de miles de españoles.

La crisis ha demostrado que no hemos tenido una clase política a la altura de las difíciles circunstancias que  nos han tocado y que ese es un déficit que lastra la democracia española. Los escándalos de corrupción que han seguido salpicando todo el periodo, el desafío soberanista catalán o la propia situación interna de los dos grandes partidos, más pendientes muchas veces de sus guerras internas que de los problemas del país, demuestran que la regeneración de la política debe ser una prioridad para volver a  funcionar como país.

Aunque se cumplan las previsiones más optimistas y

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