Un juez tiene la obligación de pedir explicaciones a la esposa de un imputado por malversación si comparte con él una empresa supuestamente empleada para eludir al fisco y gastó fondos de dudosa procedencia. Sea hija de quien sea. Así piensa el juez José Castro, y por eso hoy pedirá explicaciones a la infanta Cristina, hija del Rey de España.

Castro, de moda muy a su pesar, del que también, como ocurre con Don Juan Carlos, se destaca su "campechanía", sostiene que haría lo mismo con cualquier otra ciudadana. Para este cordobés de 68 años, titular del Juzgado de Instrucción 3 de Palma, ninguna consideración extrajudicial está por encima de su deber, convencido de que se limita a hacer bien el trabajo del que vide desde 1976. Por eso, contra viento y marea, la Agencia Tributaria y la Fiscalía, el instructor de Nóos se sienta hoy ante la duquesa de Palma en una sala casi blindada y le preguntará qué sabía de los negocios de su esposo y cuál era su papel en la empresa común, Aizoon.

Fue aquel año, mediados los setenta, cuando empezó una carrera en la Judicatura que ya apunta a una "tan forzada como tediosa jubilación", como él mismo la ha llamado, y que le llevó por juzgados de Andalucía, Canarias y Cataluña hasta que en 1985 recaló en Mallorca para incorporarse a una magistratura de Trabajo de la que cinco años después salió para ocupar su plaza como titular de Instrucción 3 de Palma.

En la segunda planta de un viejo colegio salesiano, al final del pasillo más hollado por periodistas del sobrio edificio judicial, tiene el juez Castro su despacho rodeado de los funcionarios a su cargo, que también son habituales compañeros de cafés y aperitivos. Para ellos es Pepe, que es como pide que le llamen todos sus interlocutores cuando no está ejerciendo sus funciones como juez, y con ellos cruza bromas y chascarrillos que contradicen el semblante serio que luce habitualmente cuando hay cámaras al acecho. A pesar del riesgo de que cualquier desliz verbal le acarrease problemas, desde que está en el ojo del huracán no ha dejado de atender a los periodistas que se han dirigido a él y ha asumido con paciencia el interés de los medios.

Sin embargo, nunca ha dado una entrevista, ni ha respondido en público a críticas y reproches, como los que le ha hecho a raíz de la imputación de la Infanta su antiguo amigo el fiscal Pedro Horrach. Y seguro que no le han faltado ganas, porque es hombre impetuoso, si bien ya peina demasiadas canas como para no saber que un juez de instrucción se expresa a través de autos y providencias.

Vive desde hace años en el Molinar, un barrio antaño marinero de la capital mallorquina, en una casa que también es lugar de trabajo pero cuya privilegiada ubicación le permite pasear a pie o en bicicleta al borde del mar, que todo lo cura. Salvo por esporádicos dolores de espalda que atribuye a las horas que pasa sentado ante el ordenador, Castro se mantiene activo y en plena forma. Sólo las perennes gafas colgadas del cuello, por si tuviera que leer algo, dan una pista de su edad real.

Por lo mismo que prescinde de la toga cuando toma declaración a testigos o imputados, es poco dado a la chaqueta y la corbata, el uniforme de buena parte de sus compañeros de profesión, lo que acentúa su aspecto de hombre llano, aunque cuidadoso de su aspecto. Se desplaza a pie, en bici o con la scooter en la que llega o sale de los juzgados.

En su lugar de trabajo recibe visitas frecuentes de sus hijos juristas, que pasan a saludarle cada vez que tienen alguna gestión en los juzgados. Cuando ellos hacían kendo, un arte marcial japonés en el que se lucha con un sable de bambú, el juez recorrió medio mundo acompañándoles a competiciones internacionales. Hace poco, al comentar entre risas el interés que despertaba su vida personal a raíz de la imputación de la Infanta, Castro decía que nunca ha practicado kendo. Días después toda España pudo leer cuál es su golpe favorito: directo a la cabeza.