Shéhérazade | Crítica SEFF

Los mil y un golpes

Dylan Robert, protagonista del primer largometraje de Jean-Bernard Marlin.

Dylan Robert, protagonista del primer largometraje de Jean-Bernard Marlin.

En una cierta tradición realista muy francesa (pienso en Le petit criminel, de Jacques Doillon, o en Le petit voleur, de Érick Zonca), pero también con un oído puesto en las enseñanzas pasolinianas sobre cómo redimir y dignificar a los parias e hijos del arroyo con un poco de música sacra, este debut de Jean-Bernard Marlin no es ni tan fiero ni tan deslumbrante como lo pintaban algunos soplos de confianza o como anuncia el prestigioso Prix Jean Vigo a la mejor opera prima con el que llega bajo el brazo.

Con todo, se trata de una buena primera película, aunque sus logros no nos parezcan demasiado novedosos ni originales en el actual panorama del cine europeo de corte social: nuevo descenso nervioso a las calles duras y sus hijos descarriados y huérfanos, retrato veraz de la Marsella multicultural y marginal de los pequeños delincuentes de barrio y las putas a pie de portal, historia de amor trágico y a contrapelo entre niños que aún se chupan el dedo trazada para la redención de los irredimibles, en la que se nos antoja una salida demasiado airosa y optimista para el relato.

Shéhérazade es la crónica de un pequeño y carismático ladronzuelo desarraigado (Dylan Robert, pura dinamita), un adolescente abandonado por su madre, sin más centro ni moral que la de la rebeldía y la fidelidad al clan protector, la crónica de una paulatina toma de conciencia y maduración a golpes, contragolpes y traiciones, el retrato de un universo efímero filmado con brío a contraluz de faros de coches, en habitaciones cochambrosas y entre ritmos electrónicos ochenteros. Algo, insisto, ya visto y transitado, por más que Marlin consiga extraer verdad, convicción e incluso nos recuerde algunos apuntes de actualidad sobre la distinción inequívoca entre el consentimiento y el abuso.