Pasarela

Eurovisión: bailar pegados a la cola

  • Los directivos de TVE siguen con el olfato perdido de cara al acontecimiento internacional que se revolucionó y modernizó con el televoto instaurado en 1998

  • Se cumplen 49 ediciones desde aquella imprevista victoria de Massiel

En esto también llevamos bastante retraso, unos diez años. TVE ha ido mandando cantantes y canciones con un desfase apreciable a la media del festival de Eurovisión del siglo XXI. Y eso que tenemos en la competencia a países menores en lo geográfico y sin tradición en el solfeo comercial como Azerbaiyán o Letonia, que sí han alzado el galardón recientemente. Los recientes representantes de Spain no salen de este pozo temporal y de unos ritmos y unas puestas en escena que ya se vieron muchos años atrás. Es lo que le pasó a Edurne, ié, ié, para explicar sus quince puntos y su 21º puesto. Siempre se relaciona a la infortunada Remedios Amaya y su cero clamoroso como el gran fracaso español en Eurovisión. Pero no. Aquella propuesta de la TVE guerrista presentaba una alternativa y una contracorriente musical que no fue valorada por los rancios jurados de los años 80. El público de entonces, y el de ahora, hubiera sido capaces de recompensar con generosidad a la sevillana descalza. Lo de Edurne, tan desaprovechada, fue realmente para lamentar.

Las reglas de Eurovisión cambiaron con el voto del público (vale, también con la uniformidad del inglés), pero este inmenso talent de karaoke multiplicó su pasión cuando alguien pudo con el teléfono decidir cómo acababa este programa de televisión, el más visto del año en todo el planeta balones aparte. Sí, los espectadores se suelen guiar por las simpatías fronterizas o por los entusiasmos de las bolsas de inmigración (en España pasamos de tener de favorita a Alemania para recalar en Rumanía) pero cuando el tema es de calidad o la actuación sorprende (estamos hablando de pequeños shows, no de un tipo con un micrófono, como antes), el éxito eurovisivo cae por su peso. Eso lo ha perfeccionado Suecia, aunque tenga unos vecinos muy cariñosos, y se comprobó con los monstruos finlandeses de Lordi o la barbada Conchita Wurst de Austria. Y desde que se unieron los votos del jurado de expertos a las opiniones nacionales los apaños geoestratégicos se han venido limando.

El problema de por qué no nos votan es porque en TVE aún no se han acercado a la presente década. Hubo participaciones meritorias, como las de Pastora Soler y de Ruth Lorenzo, pero al margen de ellas en estos años se han enviado números mediocres que han recibido la indiferencia general. No es cantar o mejor o peor, es acertar con ese espectáculo que estaba esperando todo el mundo. Claro, es difícil conseguirlo. Pero es más difícil sobre todo cuando se tiene una concepción anticuada de un programa que ha evolucionado muy deprisa y se sigue acelerando en cada edición. Eurovisión habla del encuentro, la tolerancia y también habla de la innovación. Por eso vive su mejor momento ahora. Con los australianos madrugando para divertirse con la lejana y vieja Europa. Tal vez en España tenemos cantantes de valía para mandar a esta Bruselas de sonsonetes (sería buena idea buscar por América), pero nos faltan compositores y sobre todo showrunners con desparpajo y actualidad para regalar en tres minutos lo que el continente espera de España, que es un país festivo y con personalidad propia que es lo que no tiene el desdichado surfero de Manel Navarro. En confianza, preparen el penúltimo lugar. El mismo que sufrió El Sueño de Morfeo en 2013; o el 23º de la gallega Lucía Pérez, la peor actuación española en Eurovisión con permiso de Las Ketchup y las Son de sol. Lo del 22º de Barei estaba cantado. Ella hubiera dado la campanada el año de Rosa, por ejemplo, pero no en 2016. En 2002, récord de audiencia absoluto hasta que apareció el gol de Iniesta, se envió a la ganadora de OT, llevada en volandas, pero la canción no estaba a la altura del personaje creado. De nuevo, llegando tarde.

Y no es cuestión de cantar en inglés, living a celebration. Dos de los favoritos de esta noche cantarán en sus bellas lenguas latinas, Portugal e Italia, y ya verán cómo les van a votar con afición en el Cáucaso, en Escandinavia y en los Balcanes, con sus lenguas raras que ya no oímos cantar. Nosotros llevamos un estribillo machacón en inglés que no dice nada, aunque las estrofas sean en el segundo idioma más hablado del mundo, que es el nuestro por detrás del mandarín. En el programa de TV más visto del planeta nos empeñamos en esconder el español.

Eurovisión es también un escaparate cultural, que no cultureta. Una posibilidad de revisitar las señas de identidad y presentarlas adornadas. El programa de la UER actúa de informal termómetro sobre la creatividad y el talento audiovisual de cada país. De riesgo, mejor no hablar. Diez ediciones atrás enviamos al Chikilicuatre, un chiste que llegó a destiempo; y veinte ediciones atrás a Mikel Herzog (¿alguien se acuerda?) que bien podría haber sido el cantante español en 1963. Nuestra primera representante, Conchita Bautista, en 1961, tenía su punto con Estando contigo, que aún se sigue versionando, una muestra de su calidad.

Nuestras victorias son en blanco y negro, cuando España, el país que tenía a Fraga como asesor de imagen, pretendía despuntar de alguna manera en el club de las democracias. Europa y el europeísmo se colaron por el televisor entre lentejuelas. Para las naciones jóvenes y las de urnas tambaleantes Eurovisión sigue siendo la manera más festiva de codearse y presumir. De hecho en los laterales de la gala de este año en Ucrania resuena el conflicto con Rusia, cuya representante no pudo acceder al país por haber actuado en la anexionada Crimea. En los años 60 y 70, cuando debíamos aparentar lo que no éramos, Eurovisión era cuestión de Estado. A tientas, con espíritu pretencioso y mejorando los contactos, en TVE fueron tomando el pulso para que la dictadura franquista se empolvara de legitimidad en el escenario continental. Por cierto, un joven político abulense, Adolfo Suárez, era el responsable de programas de Prado del Rey cuando Massiel dio la campanada en el Royal Albert Hall en 1968, 49 ediciones atrás a la del pobre Manel.

TVE aspiraba a ser moderna y se implicaba en el contexto eurovisivo de aquellos años, que a ojos de hoy, con la distancia, nos parece casposo. El festival donde surgió Abba, por ejemplo, tenía un discurso medio hortera, pero se podían encontrar joyas adelantadas. Vale, Eurovisión fue declinando, se hizo tedioso y cutre a la altura de lo peor de los 80 y 90, pero, como decíamos, fue el propio público el que hizo recambiar el talent más internacional. En 1998 se incorporó el televoto, el ingrediente que le faltaba a las nuevas tecnologías en la puesta en escena y a unas sedes cada vez más multitudinarias, ya sin las orquestas de pajaritas y sin los presentadores como maniquíes de Galerías Preciados.

Eurovisión se aceleró y se modernizó desde aquel televoto que corneó a Mikel Herzog. Quedó el 16º (un logro comparado con lo de esta noche), y en TVE siguieron sin darle importancia al asunto. Al año siguiente Lydia quedó la última, con 1 voto. El año de Herzog se produjo la victoria que cambió conceptos y estéticas en la gala, la de la transexual israelí Dana International. El público gay sostiene el aura del festival. La mejor posición de TVE en este siglo ha sido con David Civera, 6º en 2001, cuando los llamados ritmos latinos empiezan a invadir las discos de Europa. Salvo con los candidatos de OT no se volvió a estar tan cerca de los gustos y tan próximos a lo que se movía realmente en este programa. La interconexión entre aficionados, los eurofans, crece por años y si en nuestro caso enviamos al cantante que incluso no era de gran agrado del público frente a la favorita, el fiasco es inevitable.

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