Granada

Ciencia y superchería en tiempos de pandemia

  • Muchos ciudadanos han comenzado a desconfiar de los científicos y a considerar sus explicaciones caprichosas, improvisadas y falsas

Cómo el ADN se ha convertido en parte esencial de nuestras vidas

Cómo el ADN se ha convertido en parte esencial de nuestras vidas

Se cumplen estos días 25 años de la apertura del Parque de las Ciencias de Granada, un museo que ya figura entre los más relevantes museos científicos de Europa. Sus reconocimientos nacionales e internacionales, con ser muy destacados, tienen a mi juicio menos significación que los que ha recibido de los miles y miles de personas de todas las edades que lo han visitado desde su inauguración. El rumor permanente de las pisadas, las risas, las exclamaciones de asombro, los comentarios admirativos… es el mejor homenaje que la ciudadanía le rinde a diario. El Parque de las Ciencias nació con el propósito de divulgar los progresos de la ciencia y de crear un sentimiento de admiración y simpatía hacia ella. Y si bien desde el principio se ha propiciado que ese acercamiento se haga con alegría y desenfado, su objetivo fundamental ha sido y es crear sensibilidad y confianza en los valores de la ciencia.

Me llama la atención que ese admirable éxito haya ido paralelo al surgimiento, y no solo en España, de una actitud de recelo hacia la ciencia, que está alcanzando niveles exacerbados durante la pandemia causada por el COVID-19. Muchos ciudadanos han comenzado a desconfiar de los científicos y a considerar sus explicaciones caprichosas, improvisadas y falsas. Es una desconfianza difusa pero hirviente, a veces partidista y a veces ingenua, una mezcla de viejas supersticiones y nuevos prejuicios y miedos.

Es difícil entender por qué se da pábulo a las teorías más estrambóticas, por qué se aceptan tan fácilmente bulos sin pies ni cabeza o por qué se prefiere creer en conspiraciones o incongruencias antes que en hechos o razonamientos, pero a menudo se olvida que en tiempos de incertidumbre los seres humanos ansían certezas y soluciones urgentes y, lamentablemente, la ciencia no siempre puede ofrecerlas o al menos no al ritmo que la gente desea. La ciencia es cautelosa, necesita tiempo y muchas comprobaciones, se enfrenta por lo general a fenómenos complejos y a menudo incomprensibles y no afirma lo que no ha comprobado previamente. Por eso crece el crédito de las supercherías y los camelos. Las pseudociencias son simples, nunca necesitan demostrar ni justificar nada, ofrecen seguridad y se alimentan de la mentalidad mágico-religiosa según la cual si pides un deseo y se cumple es un milagro y si no se cumple es que no lo pediste bien. La credulidad alivia más que la duda y para muchos es un poderoso mecanismo de defensa.

Esa desconfianza responde asimismo a un latente malestar social que induce a muchas personas a recelar de quienes consideran responsables de su situación: los poderosos, las élites, las corporaciones, los expertos… Es la expresión del desamparo, la frustración y el desasosiego que tantos sienten ante el futuro. Consideran que los científicos forman parte de una casta empeñada en denigrar y explotar al común de la gente. Por eso es más fácil creer en conspiraciones que en demostraciones. Las teorías conspiratorias tienen argumento e intriga, son emocionantes, se ajustan como un guante al modo de contar el mundo que nos han proporcionado la ciencia ficción o el cine. Es mucho más tranquilizador creer que existe una hermandad de villanos que han creado y propagado el actual coronavirus para dañarnos y dominar el mundo que reconocer que los virus que anidan en el mundo animal pueden contagiar a los humanos si destruimos ecosistemas o alteramos el equilibrio biológico. La ficción interesada es más atractiva que la realidad contrastada.

A ello se junta una suspicacia un tanto ilógica hacia todo lo que no sea natural, hacia cualquier producto salido de un laboratorio. Lo artificial, sin embargo, no tiene por qué resultar pernicioso. Se tiende a olvidar que la naturaleza no siempre es bondadosa y que las creaciones humanas han salvado muchas vidas y han permitido el progreso social. Un río es natural, un puente, no; un terremoto es natural, un amortiguador de masa sintonizado, no; la malaria es natural, la vacuna RTS,S, no; la enfermedad de Alzheimer es natural, el donepezil, no. La humanidad debe a la ciencia y a la tecnología muchos e indiscutibles beneficios y si algo puede salvar al planeta Tierra será sin duda alguna la ciencia. Es preferible confiar en ella si de verdad amamos la vida en todas sus manifestaciones.

Los desconfiados y detractores suelen achacar a la ciencia sus dudas y sus rectificaciones. Ignoran que esa permanente corrección, lejos de ser un defecto, es su mayor virtud, pues significa que, si se detecta un error en lo que se venía haciendo o se descubre una mejor solución a un problema, se corrige de inmediato y se sigue avanzando. La ciencia no es infalible, pero un mayor conocimiento es garantía siempre de un mayor acierto. Probablemente, dentro de algunas décadas parecerán rudimentarios algunos de los actuales tratamientos contra el cáncer, como ahora nos parece inconcebible que antes se ayudara a parir a una mujer sin lavarse las manos previamente, lo que tantas muertes causó, pero esa futura percepción se habrá debido a las investigaciones de otros científicos que habrán descubierto mejores procedimientos para tratarlo. Por fortuna, la ciencia evoluciona a partir de las evidencias que se van reuniendo y ese es su mayor mérito.

La cuestión es que la ciencia se basa en hechos, algo que para muchos ya no es significativo. La verdad, lo demostrable, parece no tener en estos momentos demasiada importancia. Por las redes sociales circulan ya tantas o más patrañas que evidencias y a todas se les concede la misma verosimilitud. Se habla incluso con desparpajo de ‘hechos alternativos’, como si eso fuese posible, como si la Tierra pudiera ser plana y redonda a la vez o como si el resultado de la suma de 5 más 5 dependiera de la voluntad de quien efectuara la operación. En la época de la ‘posverdad’, en que las mentiras, las falsas noticias y los bulos han adquirido dimensiones industriales, la ciencia es una de las principales víctimas. Y eso es preocupante y peligroso, pues si se acepta que una opinión es igual que una demostración o que una creencia tiene igual valor que una evidencia, la percepción de la realidad se desmorona y la verdad, la libertad y la democracia se devalúan irremediablemente.

En numerosos países hay instalados, sin embargo, gobiernos dirigidos por presidentes o primeros ministros patanes y temerarios, con un pensamiento tan primitivo, irracional e irresponsable que hiela la sangre y vemos a diario cómo exhiben su ignorancia y su desdén analfabeto hacia cualquier recomendación procedente del campo de la ciencia (¿qué dirán los historiadores del futuro cuando tengan que contar que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recomendaba beber lejía para combatir el COVID-19?). En nuestro país observamos incluso cómo los ideólogos tratan de suplantar a los virólogos y cómo en nombre de la libertad, lo cual es realmente perverso, algunos ciudadanos se rebelan contra el confinamiento o las recomendaciones de mantener la distancia física para evitar la propagación del virus. Al mismo ritmo que el coronavirus se van extendiendo por todo el mundo teorías abiertamente disparatadas y anticientíficas (hay vídeos que defienden que los virus no causan enfermedades o que el COVID-19 nació en un laboratorio financiado por Bill Gates), cuyo daño sería inapreciable si no encontraran aliados en el mundo de la política. Esa alianza sí es realmente peligrosa, se corre el riesgo de instaurar nuevas formas de tiranía y oscurantismo.

Combatir ese recelo hacia la ciencia requiere mucha más información y mucha más formación científica, en las aulas y fuera de ellas, en medios de comunicación y en museos, como es el caso del Parque de las Ciencias de Granada. La ciudadanía debe saber cómo se hace ciencia, cómo se proyecta una investigación, cómo se realiza un experimento, cómo se pone a prueba o se refuta una hipótesis, cómo se verifica un descubrimiento, cómo se revisa una publicación… Estos días, escuchando a científicos como Margarita del Val o Luis Enjuanes, se da uno cuenta del tipo de país que tendríamos si sus opiniones tuvieran más relevancia que las de Carmen Lomana o Bertín Osborne. Pero es necesario al mismo tiempo que los científicos salgan de su anonimato, hagan visible y confiable su trabajo, comuniquen claramente sus conocimientos, dialoguen con la sociedad. De esa forma, los ciudadanos entenderían mejor la belleza y la profundidad de la ciencia, sabrían distinguir una superstición de un argumento, evitarían ser portavoces de troleros y cantamañanas, comprenderían mejor la condición humana y, en fin, contribuirían al bienestar y el progreso social.

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