Granada

El limosnero que encandiló a Granada

  • El Hermano Antonio Gutiérrez se ha pasado medio siglo buscando la solidaridad de los granadinos A sus 89 años es el último limosnero que queda en la ciudad

La vergüenza se esfumó rápido del carácter del Hermano Antonio Gutiérrez cuando, recién llegado a la congregación de los Hermanos Obreros de María allá por los años 50, le dijeron que había más de 300 bocas que alimentar. El hermano, enjuto y de poca estatura, sintió sobre sus débiles hombros la responsabilidad de garantizarle el sustento a cientos de niños sin padres, así que se sacudió la vergüenza y salió a la calle a pedir. Antonio (1926, Gualchos-Castell de Ferro) siempre había querido ser maestro, pero no había dinero en su casa para que pudiera estudiar, así que esta le pareció una buena ocupación en la que emplear su vida. Y se puso a andar, recorriendo Granada una y otra vez en busca del sustento para los niños del centro de los Hermanos Obreros de María (hoy la Ciudad de los Niños). Tanto andó que hoy rara es la persona de la ciudad que no se haya cruzado en su vida con el hermano Antonio. Aquellos niños que hace 30 años lo esperaban con ilusión en el colegio todavía sonríen hoy, convertidos en hombres y mujeres, cuando se lo encuentran por las calles o en el autobús y recuerdan con ilusión el momento en el que el religioso llegaba a las clase, siempre cargado con estampitas, pegatinas o caramelos. A cambio, niños, padres y profesores se afanaban durante todo el mes en ir juntando algo de dinero que pudiera dulcificar la vida de otros niños en su lucha por fraguarse un porvenir.

Antes de recalar con los Hermanos Obreros de María, Antonio trabajó en la imprenta del semanario El Faro en Motril, donde aprendió a imprimir y encuadernar. El servicio militar, que hizo en Jaca, lo apartó del oficio pero despertó en él la vocación de servicio público. Fue a su regreso cuando ingresó en la orden de los hermanos de San Juan de Dios y, después, en los Agustinos, quienes vieron en él cualidades innatas para trabajar con los Hermanos Obreros de María.

A cuestas con su máquina de impresión, el Hermano Antonio se dedicó a estampar por las noches desde su cuarto calendarios y estampas que repartía entre las instituciones y entre los particulares a cambio de una limosna. En estas estampas el Hermano daba cuenta todos los meses de los logros que la congregación religiosa iba consiguiendo para los niños gracias a la solidaridad de los granadinos. "Nuestros niños tienen ya piscina", contaba en una de las estampas de los años 70. Y al darle la vuelta: "Gracias a la eficaz colaboración de nuestros bienhechores hemos podido construir para nuestros niños una piscina de 5x18 metros en la que por grupos y edades se puedan bañar. La piscina de la Casa de Campo no era para nosotros un simple deseo, era una verdadera necesidad ya que a los 400 niños que allí pasan el verano teníamos que llevarlos dos veces al río cada día; una, recién levantados para el aseo personal, encabezando el desfile matutino un niño con espejos y otro con peines y otra vez después a la hora del baño. Tratándose de niños hay que añadir a la preocupación la consiguiente pérdida de espejos, peines, sandalias y alguna que otra toalla".

A sus 89 años el Hermano Antonio no ha perdido la sonrisa, ni esa risilla contagiosa que le abre todas las puertas de Granada. Dicen que en la ciudad no hay arcos de seguridad ni despachos ni laboratorios que se resistan a su bondad. "Una vez fui a un centro del Opus Dei y después de darle la estampita me dijeron: 'Que Dios se lo pague' y yo tuve que decirles ¿Con un Dios te lo pague van a comer 300 niños?", cuenta risueño.

Dedicado en cuerpo y alma a su labor de limosnero, el religioso llegó a conseguir hasta 500 euros al día. No en vano, el 30% de los ingresos que conseguía la Ciudad de los Niños era gracias a la labor del Hermano Gutiérrez. "Antes de que llegara la crisis iba a pedir a la sede de la Rural y cuando cambiaba de acera y llegaba al cubo de CajaGranada les decía: a ver si sois capaces de superar a la competencia", cuenta Antonio con el cariño de quien se ha dedicado toda la vida a los demás.

Lo cuenta en pasado, pero el Hermano Antonio sigue levantándose todos los días a las cinco de la mañana para escuchar misa y ponerse en camino temprano. El Hermano Juan Molina, director del centro Ciudad de los Niños, dice que le tuvieron que quitar las llaves del centro para que no pudiera salir tan temprano, especialmente ahora en invierno. "El alcalde me ha dado a mí las llaves de las calles para que yo las abra", bromea. Y dice que es feliz, que cuando va por la calle la gente corre a saludarlo y le dicen: "Hermano, hay crisis, pero para la Ciudad de los Niños no", y le dan un donativo.

Juan Molina, que lo conoce bien, dice que es una persona muy querida, con una capacidad infinita de dar lo mejor a la comunidad y detalloso con todo el mundo. Reconoce que su trabajo es "imprescindible" para la entidad y no olvida que la Ciudad de los Niños se pudo hacer "gracias a la colaboración y a los donativos de todos los granadinos". "Su presencia en la calle ha hecho que pudiéramos llegar a donde no llegábamos con las subvenciones", apunta, y recuerda que en una de las fiestas organizadas por una de las entidades financieras de Granada le llegaron a hacer un cuadro en el que estaba con todos los trabajadores como un empleado más.

Con este dinero la Ciudad de los Niños ha podido cambiar colchones, comprar muebles nuevos, poner columpios y mejorar las instalaciones en las que cada día se forman más de 400 niños. Aún hoy, el Hermano Gutiérrez tiene una 'cartera' de más de 50 instituciones a las que visita cada día, además de un sinfín de particulares que van incluso a esperarlo a la puerta de la iglesia para colaborar con él.

"Aunque todo ha ido mejorando y los recursos para la protección de los niños son ahora infinitamente mayores, sigue habiendo mucha necesidad. No hay que olvidar que aquí repartimos cada día comida para unas 120 familias", aclara el Hermano Juan.

Transcurre la mañana y el Hermano Gutiérrez se retira a su habitación para descansar un rato. Antes de marchar, un donativo para la Ciudad de los Niños. El Hermano no cabe en si de alegría, pero no coge el billete. "Para mi tesorera, para mi tesorera, dice con algarabía llamando a una de las trabajadoras. Yo soy feliz, no quiero nada. Llegué desnudo al mundo y así me iré".

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