Algo se remueve cuando escuchamos las encendidas proclamas de una confesa admiradora del Duce.

Escandaliza la simpatía que los legatarios del terror inspiran en los militantes de la retroizquierda.

Los tiranos y sus ideologías redentoras arrastran a los desavisados a una incomprensible forma de ceguera.

Nuestros retroprogresistas, tan complacientes con otros credos, siguen instalados en el anticlericalismo.

Nos habla el corazón del caminante, mientras describe el paisaje y el interior del hombre que lo recorre.

Parece utópico pedir el bien mayor de una formación no encaminada a impartir doctrina.

La comprensión de las razones del tirano no revela otra cosa que nostalgia de la servidumbre.

No cabe la apología irresponsable, pero tanto o más incómoda resulta la condena ejemplarizante.

Defender una formación espiritual que merezca ese nombre es más que nunca otra forma de resistencia.