Opinión

La busca de la notoriedad o el placer de hacerse notar

El abogado Rafael Prieto Tenor

El abogado Rafael Prieto Tenor / EFE

Camus sentía fascinación por el mito de Sísifo, aquel del rey griego que, caído en desgracia, fue condenado a empujar una gigantesca piedra colina arriba para, invariablemente, verla caer rodando y tener que volver a empezar, repitiendo el trabajo por toda la eternidad. El pensador francés asimilaba el absurdo de nuestras vidas al mito, por aquello del desempeño circular de cometidos. Visto en profundidad, podemos compartir con él que muchos de nuestros afanes diarios carecen fundamentalmente de sentido.

Siguiendo con el autor, La caída nos recuerda que el crimen está constantemente en escena, pero el criminal figura sólo fugazmente y en breve es reemplazado. Algo parecido le ocurre al abogado, pese a que, como también apunta Camus, en su desempeño se encuentre un poco superhombre.

Naturalmente, esto no es privativo de las profesiones jurídicas, por más que la aparición en prensa de Jueces y Magistrados, voluntariamente o por sobresalto, nos pueda inducir a pensar lo contrario.

Y estas conjeturas me traen a la memoria a Chéjov, clásico de la literatura universal, que allá por 1885 escribió un cuento muy interesante traducido como El viajero de primera clase, donde un ingeniero, al final de sus días, se quejaba amargamente de que, habiendo diseñado algunos de los principales puentes de la Rusia zarista, que servían como infraestructura comercial imprescindible para la buena marcha del país, nadie conocía su nombre, por más que se afanaba en preguntar a unos y otros con resultado frustrante. Parecía buscar en esa notoriedad la justificación de su vida. Como si fuera condición esencial para que la vida tuviera un sentido.

Por el contrario, recordaba con gran tribulación, que en su mejor momento profesional, cuando también mantenía una relación amorosa con una intérprete de provincias -además plagiaria-, todo el mundo la reconocía y saludaba allá por donde iba, sin dejar de ser una muy mediocre cantante de vodevil. Claro que, progresando en la reflexión, Chéjov concluía que esa sociedad que no le valoraba (a lo más que llegaba era a reconocerlo como el amante de la mala cantante), muy al contrario, estimaba a personas vacías, insignificantes, carentes de talento y hasta perversas –que tras cumplir prisión eran perseguidas por una legión de periodistas para dedicarles páginas en sus medios, cuando no por escritores metidos a biógrafos-.

Los ciudadanos inteligentes y laboriosos, que ayudaban al progreso de la sociedad o que tenían un sentido del compromiso y de la responsabilidad hacia los demás, no conseguían elevarse un palmo por encima del hormiguero.

Chéjov, con su cruda denuncia de la miseria humana, refleja un sinsentido moral que sigue estando vigente, y que sintetizaría en ese cuento reproduciendo la definición de su admirado Pushkin, que acostumbraba a decir que la gloria es un remiendo chillón sobre una tela vieja. Lo que tiene mucho de metáfora y poco de definición clara y lógica.

Evoquemos por un instante al filósofo Marshall McLuhan, el creador en 1964 del concepto de la sociedad de la información. Gustavo Bueno, quien les sonará mucho más, nos reciclaría sus tesis americanas a comienzos del siglo XXI sorprendiéndonos con una visión carpetovetónica y demasiado condescendiente del medio televisivo. Medio que, no siendo culpable de nuestros males actuales, sí que funciona como potente reproductor de miserias.

Pues bien, aunque sólo sea para una breve anécdota, insisto en que finalicemos con Marshall McLuhan y el afán de notoriedad del ser humano. Ambos se encuentran eficazmente inmortalizados en Annie Hall (Woody Allen, 1978) cuando, en una cola de un cine, encontramos a un pretencioso profesor universitario que finge saber más de Marshall McLuhan que el propio Marshall McLuhan. Y digo que finge porque todas sus afirmaciones son desmentidas bruscamente por el mismísimo Marshall McLuhan, que aparece haciendo un cameo, como por arte de magia, desde detrás de un biombo para reprender al petulante. Ojalá la vida siempre fuera tan sencilla, que añadiría Woody Allen.

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