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Escritor Zimmerman

  • Dylan participa de la música y de la literatura: desde la lírica ha manifestado su repulsa hacia la sociedad.

Robert Zimmerman tenía el sueño de convertirse en un gran pianista de rock & roll como su ídolo Little Richard. Pero allá por 1959 entró un día en la casa de su amigo Harry, un estudiante de la Universidad de Minnesota, y cayó fascinado ante su colección de libros de canciones folk. Le pidió prestados un par de ellos, uno con canciones de Arkansas y el Bound of Glory de Woody Guthrie. La vez siguiente que se le vio en público, seis semanas más tarde, Zimmerman llevaba una guitarra acústica y se había reinventado como un purista cantante de folk, ahora llamado Bob Dylan, seguramente en homenaje al gran poeta galés, aunque de esto nunca tendremos certeza. De lo que sí la tenemos es de que nunca devolvió esos libros que sirvieron de base a su entusiasmo por escribir, el que le ha llevado a conseguir el Nobel.

Desde entonces fue afianzando metódicamente su condición de cantor preocupado por los derechos civiles, la igualdad racial o el rechazo a las guerras, mientras leía asiduamente a los poetas simbolistas franceses, desde Villon a Rimbaud. Comienza a escribir canciones que salen de lo que oye en largas sesiones de café, escuchando las conversaciones de los artistas; canciones que ya existían por sí mismas y sólo esperaban que alguien las escribiese. Poesía que incidía sobre la conciencia de quienes le escuchaban. La personalidad del cantante quedaba en segundo plano, detrás de sus poemas requisitorios. Y cuando quería lanzarlos al mundo, el poeta se ponía la máscara de Bob Dylan y se subía a los escenarios.

Dylan ha descrito un mundo de fantasmas a la altura de Las flores del mal: la confusión y después la soledad, las neurosis en la que las drogas lo sumergieron, la admiración del público enloquecido... Él mismo escribió que a veces se sentía demasiado alto para caer, y otras tan bajo que no sabía si podría subir de nuevo. Es el poeta que logró atravesar las puertas de la percepción de William Blake y Aldous Huxley, que delimitaban la frontera entre el mundo de las apariencias y las realidades. En medio de esos dos mundos, la Autopista 61, la ruta donde se dan cita los locos y se concentran las historias turbias de los personajes míticos salidos de la imaginación del poeta, un Kafka que sonríe tras sus gafas negras.

En Dylan se reconoce toda una generación. Cuanto más se interna el poeta en la selva de sus propios problemas interiores, más se identifica la gente con el reflejo que ve en él, en el arquetipo que le ofrece. Él sueña con los ojos abiertos y los demás ven sus sueños y los reconocen como suyos.

Este Nobel no se lo han dado a un músico, como pudiese parecernos a primera vista, sino a alguien convencido de la "inutilidad" de la canción como arma de acción política y social, a alguien convencido también de la necesidad de experimentar, de ampliar la temática, de aprovechar también muchos elementos de la música, ¿por qué no? Dylan participa de la música y de la literatura: desde su podio musical ha sido el portavoz lírico que nos ha dado testimonio de repulsa hacia la sociedad y sus valores establecidos. Ha infundido en la música unos textos de gran altura poética y de una crítica social certera y mordaz.

En un tiempo en que las declaraciones de amor de tres minutos todavía eran la norma en las canciones, las despiadadas diatribas que escribió Dylan no tenían precedentes, propiciaban una extraña pero convincente experiencia, aún más turbadora si cabe por la inclusión de la imaginería surrealista que fluía por ella. Todos nos preguntábamos quiénes serían "la señorita soledad", "Napoleón en harapos" y, el más extraño de todos, "el diplomático que cabalgaba un caballo de cromo mientras se balanceaba sobre sus hombros un gato siamés"? ¿De dónde salía esa gente? Sus poemas musicados reflejaban una nueva actitud: mientras más te conoces a ti mismo y más plenitud has alcanzado, más solo estás para enfrentarte al mundo, venían a decirnos; que moldeas tu futuro y tu filosofía desde tus propias experiencias, sin depender de las facilidades o los favores del patrocinio; que uno debe alejarse de la orilla y meterse de cabeza en las aguas que lo llevarán lejos de casa, de la seguridad.

La interpretación que hacía de sus textos iba en oleadas, en canciones casi habladas más que cantadas, en una forma que en el futuro se llamaría rap, escupidas con un aparente desinterés agrio y monótono, que a veces iba subiendo en espiral al acercarse al final de los versos, como si cantase manteniendo una sonrisa sarcástica. Definitivamente sí: el Nobel se lo han dado a un poeta. Que a la vez es un músico diferente a cualquier otro intérprete de rock que se haya escuchado nunca, porque nunca nadie se ha atrevido a ofrecer como rock el infierno que dibujan las letras del maestro Dylan. Pero no es odio lo que Dylan siente por el mundo. Simplemente le dice al mundo lo que éste no sabe, le recuerda a la gente que es afortunada. Revancha es una buena palabra para describirlo.

Bob Dylan es un escritor. Un poeta. Un cantante no actúa como él lo hace. Es agradable reconocer las canciones de los cantantes, pero con Dylan sabemos que esto casi nunca va a ser así. Es otra de sus virtudes. Siempre está naciendo, siempre reinventándose. El adocenamiento y la rutina de las canciones no es lo importante. Dylan las interpreta llenándolas de luces y sombras, recreándolas con una arquitectura completamente diferente a la que usó al construirlas originalmente, brindándolas llenas de melodía y expresividad. Y eso no sería posible si lo que canta no fuesen unas palabras escritas con el sentimiento y la capacidad de un autor digno de ganar un Premio Nobel de Literatura.

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