Jazz

Otro día en la oficina

  • El cuarteto estelar formado por Joshua Redman, Brad Mehldau, Christian McBride y Brian Blade suscribe un disco discreto y aséptico

Hace un par de años, RoundAgain nos trajo de vuelta a aquel cuarteto que Joshua Redman, hijo del gran Dewey Redman (1931-2006), logró reunir en 1994 para dar forma a su tercer disco, Mood Swing. Un grupo de entonces veinteañeros, completado por Brad Mehldau, Christian McBride y Brian Blade, que ya llamaba la atención en una escena jazzística que aplaudía con una sonrisa de oreja a oreja esa combinación de estudiada ortodoxia y oxigenada perspectiva que pronto dispararía sus respectivas trayectorias en solitario.

Aunque los escenarios los reunieron parcialmente en varias ocasiones, tuvo que llegar aquel ponderado álbum para sopesar la suerte de su coalición. La misma que ahora se extiende a una nueva entrega bautizada como LongGone (Nonesuch Records / Warner Music; 2022) donde su estética vuelve a exhibirse desde análogo ideario aunque con degradado esplendor.

Cubierta de 'LongGone'. Cubierta de 'LongGone'.

Cubierta de 'LongGone'. / D. S.

No, no es LongGone lo que podíamos catalogar como un mal disco, ni mucho menos. De hecho, nadie osa discutir la calidad de los miembros de este cuarteto estelar, evidenciada en incontables registros y escenarios. Tampoco desmerecen las composiciones de un Redman que, después de un guion mucho más compartido en el precedente RoundAgain, parece ahora haber asumido el rol de líder con todas las consecuencias. Y no hablemos ya del atributo técnico, expuesto holgadamente por grupo y solistas. Pero ninguno de estos puntos puede evitar durante la escucha de LongGone una acentuada sensación de asepsia y corrección que convierte el equilibrio de antaño en un argumentario sin apenas sorpresas –eso sí, salpicado de ramalazos lustrosos– donde termina imponiéndose una acogedora distensión. Solo el cierre final con una adaptación del Rejoice de aquel Mood Swing, grabado en directo en 2007 en el 25th Annual San Francisco Jazz Festival, insufla algo de nervio a un itinerario –nobleza obliga a exigir– manifiestamente mejorable. Una analogía de la ladera más sistematizada de un jazz que vive hoy y en tantos territorios fases de efervescente creatividad.

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