Monkey Week

Ruidos en la oscuridad

  • La pasión electrónica de Cave y Pete Kember agobia al personal y llega al rescate el rock and roll sencillo de los Strange Boys · El festival se salva de la suspensión meteorológica por un pelo

A la segunda, más caña que barro. La vencida del caos controlado y el chunda chunda ilustrado. La nochecita entoldada, que luego da paso a las estrellas, comienza de aquella manera, con una hora de retraso y cierto desapego a la emoción. Fotos a la vera del Monasterio, siglo dieciséis de la era "modelna", la gente viene de pasar una jornada de categoría, según se mire, según gustos, y de recoger unos cuantos litros por metro redondo. Cuentan maravillas de algunos grupos con excelentes maneras que han colmado (o no) los garitos dispersos por El Puerto, los mismos locales donde la autoridad pone pegas, y manda a la Policía, durante el resto del año en cuanto se enchufa un amplificador. Al mono le sienta mejor la luz del día, los conciertos nocturnos del festival se antojan ya testimoniales, el cierre de la baraja diaria, el encuentro final de músicos y participantes, para desconcierto del aficionado medio, que prefiere descubrir nuevos valores por las calles que toparse con la cruda realidad. Según se mire, claro, según los gustos y disgustos de cada cual. Lo dicho, a la hora no convenida suena algo muy conocido en los parlantes de un coche estacionado junto a la horrorosa estación inoxidable portuense. Tanto rollo, tanta posturita, tanto entendido del tiempo del ritmo y resulta que suena "Rock around the clock". Y un tipo con cara de cometa pasa sin prisa luciendo en la camiseta el lema del puente del mono y sus entretelas: Superdry. Fly, may, extraña noche de contrastes, lindo día de vaivén.

Horas antes de lo inevitable, el paseíto dominical depara sorpresas morrocotudas y cosas que contar a la caída de la tarde. Por ejemplo, la batalla de coplas librada en la avenida Micaela Aramburu, cerquita del Milwaukee, a la vera de la plaza del Castillo, gran pugna entre rocanroles y pasodobles, trasiego de camisetas negras, estudiados desaliños indumentarios independientes, gente ávida de electricidad, y en un recodo del camino, la taberna del Sopa a tope, en espectacular tributo a la comparsa. Por una vez, sin que sirva de precedente, el rock ostenta la mayoría absoluta y a punto está de fundirse en un abrazo estilístico con alguna tribu urbana invasora. Otra guerra, la de precios del vaso de cerveza, a dos euros la verde oficial y a un "leuro" en determinados bares la mar de listos, a la vuelta de las siete esquinas de El Muermo de Santa María. Por cierto, los del MW cobran este año por lo que resultaba gratis en la primera edición, el circuito de conciertos por el casco urbano, el centro histórico de los descubrimientos musicales. Cada aficionado llega al Monasterio, ya por la noche, con un listado mental de artistas favoritos y otro apartado de grandes catástrofes humanas y bodrios superlativos, más vale no señalar.

Más vale empezar por el principio del final. Siglos más tarde, con los pies destrozados, la mente en blanco, la barriga llena y el bolisillo vacío, los Strange Boys liberan la mente colectiva de tanta trepidación sónica. El público llega ya quemado de tanto altibajo y aun así disfruta del ritmo y blues y del loco pinchadiscos artistón, quienes ofrecen cosas dignas de mención, cosas bonitas y cosas rotundas, sin ser nada del otro mundo, como dijo alguien, y conjugando verbos vinculados con el tan en boga "copiar y pegar", el deporte de actualidad. Vampirismo musical y antropológico, un poco de rocanrol antiguo tras la tempestad de ideas y la lluvia de medio lao. ¿Y las canciones? En paradero desconocido, hoy en día priman los ejercicios de estilo más que los repertorios, igualito que en el Falla, mira tú. Menos público que ayer, pero más que mañana. Amor decibélico con todas sus consecuencias, la segunda noche del mono deja un regusto agridulce, aunque la jornada completa lo que deja es un ambiente de postín en terrazas, bares, hoteles y plazas de la ciudad ribereña, así que más vale no quejarse mucho, no todos los puentes del año se concentra un centenar de conciertos. Y además, los rockeros (independientes) no causan destrozos, son más inofensivos que un tigre de plastilina, dejan dinerito y quiebran esquemas.

Un par de detalles pseudosociológicos para reforzar la teoría de cartón piedra: el formalito público de hoy en día apenas consume drogas de forma notoria, salvo dignas excepciones, nunca se sabe lo que puede ingerir un aficionado medio independiente por bajini, pero no huele a porro, si acaso un leve recordatorio eflúvico de los tiempos del rock de pelo largo. De pelos mejor ni hablar, el tópico se va al garete también en este apartado, aunque antes subrayemos que el fumador independiente medio se lía su cigarrito legal delante de todos, saca la bolsa de tabaco legal, se lo trabaja y fuma. A primera vista, ya nada parece lo que quiza sea menester. De hecho, estas noches visita el Monasterio del Monkey el cantautor eléctrico Nacho Vegas, a quien el mal pensado de turno le atribuiría su afición al cigarrito liado. Pues no, era legal lo que consumía. El otro topicazo se refiere al pelo, esta vez sí. ¿Se han fijado cuántos barbudos pululan por la escena independiente? La ruina del gillete. Será la timidez. Mil barbudos con credencial de moderno. Antes, no hace mucho, cuando la imagen peluda pertenecía a rockeros de baja calaña o, lo que es peor, cantautores del siglo pasado, los ya incipientes modernos ponían el grito in the heaven por tamaña demostración de desfase generacional. Hoy el mono es otra cosa, por fortuna, y el aficionado medio independiente es una persona respetable, ábrase el signo de interrogación. Según se mire. Se están perdiendo hasta las malas costumbres.

A veces suena mejor la vida con un par de puntos menos de volumen. La aliteración encandila de primeras, aburre más tarde, hipnotiza al más pintado. La música de Cave, por ejemplo, bien pudiera haber servido décadas atrás como infalible método de interrogatorio, recuerdos de la guerra fría y de los campos de concentración, nostalgia del doctor Jeckyll y su derrotista compinche, el precio de la entrada no olbiga a pasarlo bien, ni mal, pase a la consulta de la música independiente voraz y contagiosa. En determinado momento, el aficionado medio se pregunta qué hace allí, si entiende algo, si esta tierra tiene suficiente cultura musical, si en verdad le gusta lo que escucha o si está obligado a que le mole, si en realidad a él le gustan los Strepsils. Problemas existenciales en la oscuridad que provoca el tal Pete Kember, líder de Sonic Boom y de los hombres del espacio sideral. El tipo toca una tecla y no la suelta, se marcha, viene, gesticula a los técnicos, envuelve al personal con una pieza obsesiva, otra machacona, una tercera pa suicidarse dos o tres veces, pa buscar la salida de emergencia. Y los tímpanos revientan de felicidad o así, algo muy molesto, de veras, que sólo remedia un frenadol o el grupo que después salva de la quema al nota, aunque hay gente que vibra con la exhibición e incluso practica el amor libre con ropa puesta, será música para fornicar, la nueva revolución del centrifugado. ¿No los conoces? Gran pregunta del típico listo encantado de conocerse. "Me tiene que gustar".

Sin tiempo para respirar, ni reponerse del trance, la Teo Norica guachisnai, Quintron y Miss Pussycat, indescriptibles, oiga, los B53s titiriteros, los Residents en tripi, la función imposible que asombra a todos con marionetas, musiquita de Ricky Martin, un gachó enchaquetao pegando saltos sobre los restos del olvido, su partenaire tipo años cincuenta con un pompón rosa en la cabeza, una musiquita bailable y atronadora, los Devo a escape libre, hasta que llegó el ritmo y blues. Los chicos emuladores de estrellas del rock de rostro afilado y malas costumbres. A estas alturas la gente ya baila pa sus adentros y apunta maneras de rock y ruido de escarcha, al relente.

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