Muere Margaret Thatcher · El Parlamento británico le rinde un homenaje póstumo

Dama de Hierro

  • Le ganaba a sus rivales varones en que era el más auténtico animal político. Nadie puede dudar de que su actuación como gobernante fue directa y transparente.

SON las paradojas de la historia. Si al día de hoy el movimiento feminista tuviera que reivindicar a algunos de sus iconos del siglo XX, difícilmente recordaría la figura de la primera ministra británica. Y sin embargo, en un país conservador y en el más conservador de los partidos (el Partido Conservador británico), ella fue la estrella indiscutible durante la etapa más decisiva de las décadas finales del siglo pasado.

Y es que Margareth Thatcher le ganaba a todos sus rivales varones en un dato decisivo: era el más auténtico animal político de su época. Era capaz de impregnar de seguridad y confianza a sus ciudadanos, capaz de tomar decisiones sin temblarle el pulso, capaz de intuir las orientaciones que requería la historia, capaz de explicarse y justificarse argumentativamente ante la opinión pública sin la menor duda ni atisbo de ambigüedad. Capaz incluso de formar parte del más denostado y siniestro tándem de nuestra historia reciente: el famoso eje Reagan-Tahtcher, al que todavía, al cabo del tiempo, algunos suelen atribuir la causa de todos nuestros males presentes, la representación del famoso enemigo, el neoliberalismo.

Pocos recordarán en cambio que la Dama de Hierro fue la más brillante impulsora del proceso de modernización burocrática del Reino Unido, a través del famoso programa de los llamados next steps, consistente en desbordar las viejas tradiciones burocráticas mediante procesos de innovación que debían avanzar paso a paso: y para conseguirlo tuvo incluso la habilidad de colocar al lado de su propio despacho, en Downing Street, al ministro responsable correspondiente, a quien controlaba día a día. Tuvo incluso la temeridad de enfrentarse con éxito a quienes entonces percibió como un obstáculo para la historia, el sindicalismo británico, descabezando a unas organizaciones que consideraba en aquel momento como obstáculos retardatarios a su programa de gobierno. En un contexto como el presente, lleno de gobiernos débiles y exigencias consensuales, de artificios mediáticos y ausencias clamorosas, de todas las frivolidades que practican nuestros gobernantes, la contundente línea recta de la acción de gobierno de Margareth Thatcher suscita hoy una extraña mezcla de sorpresa y admiración. Incluso a pesar de su acentuado euroescepticismo tan británico.

Suya fue también la más espectacular de las decisiones de disolución parlamentaria que hoy recuerdan los manuales de derecho constitucional: cuando, tras enfrentarse a la difícil decisión de mandar un cuerpo de ejército al otro lado del planeta, a las islas Malvinas (o Falklands, para los ingleses), y después de cosechar un difícil éxito en un contexto lleno de incertidumbres, una vez conmemorada adecuadamente la victoria militar disolvió anticipadamente el Parlamento británico para cosechar en las urnas una espectacular mayoría que vino a prolongar su mandato en el tiempo contando con el pleno apoyo del electorado británico.

Como sucede con todos los liderazgos fuertes, los resultados de su acción de gobierno dejaron atrás un balance de víctimas y de ganadores: un bagaje agridulce que habrá que resituar adecuadamente en las páginas de la historia. Pero nadie puede dudar de que su actuación como gobernante fue directa, precisa y transparente. Un paradigma de energía política que no dejaba espacio para las dudas o las incertidumbres.

Cuando en el contexto contemporáneo nos dedicamos a veces a denostar las complejas servidumbres del presente, la insuficiencia de los gobiernos débiles, de los líderes desvaídos, de los gobernantes que no gobiernan, de las políticas que no acaban de adquirir consistencia, seguramente el recuerdo de que en el pasado sí hubo auténticas gobernantes de talla, como Margaret Thatcher, es algo que merecería ocupar un lugar destacado en nuestra memoria.

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