La paz de los cementerios y la degradación moral de las grandes potencias y sus líderes políticos

El final del conflicto de Gaza que se celebra está construido sin justicia, sin conciencia y sin esperanza y se limita a limpiar las conciencias de Estados Unidos y Europa

El cadáver de un gazatí es trasladado en las afueras de Ciudad de Gaza.
Jerónimo Páez / Abogado y editor

EL mundo asiste estos días con alivio a lo que algunos llaman la paz de Gaza.

Los titulares occidentales celebran la liberación de rehenes y la firma de un acuerdo que promete el fin de la guerra. Se aplaude al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, como el artífice del nuevo equilibrio, se bendice al primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, como si fuera un hombre de Estado, y se habla de “esperanza”, “reconciliación” y “nuevo comienzo”.

Pero lo que se esconde detrás de ese lenguaje de redención es una vergonzosa hipocresía.

Nadie parece recordar que esta tragedia no empezó el 7 de octubre de 2023. Empezó mucho antes, hace más de un siglo, cuando Europa decidió que un pueblo podía tener patria a costa de otro. Desde entonces todo ha sido una sucesión de expulsiones, guerras, bloqueos y masacres. Los atentados de Hamas fueron atroces –nadie con alma puede justificar el asesinato de civiles–, pero convertirlos en la causa de esta catástrofe es una forma de borrar la historia. Los que hoy se presentan como pacificadores son los mismos que alimentaron la espiral de odio y armas.

Trump, que acaba de regresar al poder, insiste en elevar el gasto militar estadounidense al 5% del PIB, como si la paz dependiera del tamaño de los ejércitos y no de la justicia. Netanyahu, con la bendición de Washington, ha destruido Gaza en nombre de la seguridad. Y los grandes medios, salvo honrosas excepciones, narran la devastación con un lenguaje quirúrgico: “operaciones”, “represalias”, “efectos colaterales”. Palabras que disimulan los cuerpos de miles de niños mutilados, las familias enteras enterradas bajo los escombros, la aniquilación de un pueblo que ya no tiene futuro.

¿Dónde van a vivir esos niños y niñas dentro de diez años? ¿Cómo se educa a una generación que solo ha conocido el miedo, el hambre y la amputación? ¿Qué paz puede nacer de tanto odio acumulado?

Occidente habla de “reconciliación”, pero la reconciliación exige verdad, y aquí la verdad se ha convertido en la primera víctima. Esta es la paz que se celebra: una paz sin justicia, sin memoria y sin esperanza. Una paz que limpia conciencias en Washington y en Bruselas, mientras entierra a los últimos gazatíes bajo las ruinas de su tierra.

Se habla de paz, pero es la paz de los cementerios. La que se impone cuando ya no quedan voces que puedan gritar. La que se negocia sobre las ruinas de Gaza, entre hombres que confunden el poder con la justicia. La que promete reconciliación cuando en realidad consagra la desaparición de un pueblo.

Netanyahu y Trump pasarán a la historia como los arquitectos de esa paz sin alma, el uno como ejecutor, el otro como legitimador. Pero en el fondo no son más que los herederos de una larga cadena de errores que empezó cuando se decidió –hace más de un siglo– fundar un Estado sobre el despojo de otro.

La llamada paz de Trump fue el último acto de una tragedia centenaria: el intento de borrar a Palestina del mapa. No hay ya esperanza de un Estado palestino. Los colonos se irán apropiando de Cisjordania y los refugiados de Gaza vagarán por el mundo como sombras que nadie acoge. Son los nuevos desterrados de la historia. Y mientras tanto, Occidente, ese Occidente que se proclama defensor de los derechos humanos, calla o mira hacia otro lado. Europa repite discursos que no escucha nadie. Las naciones árabes, prisioneras de su miedo o de sus intereses, se resignan. La ONU se desangra en su impotencia. El mundo entero asiste a una limpieza étnica en directo y la llama “conflicto”.

En el otro extremo del planeta, China observa y espera. Su poder crece al ritmo de nuestra decadencia. Y, sin embargo, su ascenso no es necesariamente una buena noticia para la humanidad. La historia enseña que ningún imperio se hace fuerte sin devorar primero el alma de los demás.

William McNeill, gran historiador norteamericano (1917-2016), advirtió hace décadas de que el mundo solamente podría evitar su autodestrucción si alguna vez alcanzaba un orden común, un único imperio mundial capaz de imponer la paz. Pero no caminamos hacia él. Caminamos hacia la multiplicación del poder, hacia la fragmentación, hacia un planeta sin centro moral ni equilibrio. Los viejos imperios coloniales se han ido desmoronando, pero en su lugar no ha nacido nada. Únicamente un mercado global donde las vidas valen según lo que producen o los recursos que poseen.

Y en medio de todo eso, Gaza.

Una franja de tierra que ha pasado de ser símbolo de resistencia a convertirse en tumba de la humanidad. Nadie sabe qué será de sus supervivientes, ni dónde vivirán los expulsados, ni quién responderá por los muertos. Es como si ya no existieran.

Quizás la historia del siglo XXI se resuma en esta paradoja: nunca el ser humano ha tenido tanto poder y nunca ha sido tan incapaz de usarlo para el bien.

La paz que hoy se anuncia no es la de los pueblos reconciliados, sino la del silencio impuesto.

Y sobre ese silencio se alza el nuevo siglo, sin justicia, sin verdad y sin memoria. En el fondo todo es pura ambición. Da igual que sean potencias democráticas o autoritarias.

Solo habría faltado que le hubieran dado el Premio Nobel de la Paz a Donald Trump.

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