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La primavera que no floreció

José Antonio Carrizosa

Director de Publicaciones del Grupo Joly

Dos años después de las revueltas populares que cambiaron el mapa político del norte de África, la situación en la zona, extendida a países clave de Oriente Próximo como Siria y a algunos del Golfo Pérsico, es cada vez de mayor inestabilidad y amenaza con agravarse en el corto plazo. De la sangrienta guerra civil siria, que tiene su epicentro en las matanzas que cada día se descubren en Alepo, al conflicto de Malí, donde Francia ha tenido que intervenir como antigua metrópoli para detener una movimiento islamista que amenazaba con incendiar aún más la ya difícil situación argelina y también extenderse a Níger y comprometer los suministros de uranio a Occidente, una amplia franja donde se juega una buena parte de nuestros intereses estratégicos se ha convertido en un polvorín. A Occidente, hoy por hoy, no le ha salido bien la apuesta.

El movimiento que se desencadenó primero en Túnez a finales del 2010 y que desde allí se extendió con rapidez por toda la zona fue visto con simpatía por los gobiernos de Europa y de Estados Unidos y respaldado por sus opiniones públicas. Las revueltas populares consiguieron la caída de los regímenes autoritarios de Túnez y El Cairo en el plazo de dos meses: los presidentes Ben Alí y Hosni Mubarak se vieron obligados a abandonar el cargo y abrieron la vía a la democratización de países en los que no se había conocido otra forma de gobierno que los regímenes autoritarios. El proceso daría un giro con el derrocamiento y posterior asesinato del dictador libio Muamar El Gadafi, uno de los personajes más controvertidos que ha dado la historia de la segunda mitad del siglo XX, que supo mantenerse décadas en el poder jugando al ratón y al gato con Occidente y que tenía la llave de una de las zonas de mayor riqueza petrolífera. En Siria, el presidente Bachar Al-Assad libra una cruenta contienda civil que lo tiene aislado, que ya sólo puede terminar con su abandono del poder y que introduce un factor de enorme incertidumbre en la zona más caliente del mundo.

El balance que se puede hacer de lo que se dio en llamar la primavera árabe  es descorazonador. La democracia no se ha abierto paso en una región donde nunca la hubo y  que se ha convertido en el principal peligro para la estabilidad mundial. Occidente mira con más que justificada preocupación a lo que ocurre en el amplio arco que empieza en Mauritania y termina en el Golfo Pérsico. Allí nos jugamos los actuales suministros energéticos y buena parte de las reservas del futuro. Y si se mira el mapa de la zona, quizás sólo podamos encontrar cierta estabilidad en países como Marruecos, que cada vez mira más a Europa y menos a sus vecinos, y que supo ponerse de espaldas al temporal anunciando tímidas reformas,  o en férreas monarquías feudales como Arabia Saudí. Pero piezas clave del tablero, como Egipto, son una caja de bombas donde cualquier cosa es posible. Allí Mohammed Morsi ha ganado dos elecciones: la que le llevó al poder tras el derrocamiento de Mubarak y la que le permitió elaborar una Constitución de corte islamista. Pero, lejos de lograr un clima de normalidad, la política de Morsi ha fortalecido a una oposición que ha vuelto a llenar la plaza Tahrir de enfurecidos manifestantes, se ha enfrentado al Poder Judicial, y el Ejército, el verdadero factor de poder en Egipto, ya le ha advertido que actuará si el presidente no logra llevar la tranquilidad al país.

En Libia la situación es incluso peor. La caída de Gadafi, en la que fue decisiva la intervención de la OTAN, dejó un vacío de poder en Trípoli que las nuevas autoridades impuestas por Occidente no pudieron llenar. En un país tribal, lleno de armas y donde las milicias de carácter islamista ejercen cada vez mayor control, el Estado no existe más allá de la capital o alguna gran ciudad, como demostró el ataque al consulado de Estados Unidos en Bengasi que costó la vida al embajador norteamericano en el país.

El tercer foco de tensión es Siria, donde la represión ejercida por Al-Assad ha metido al país en una espiral de sangre y terror que parece propia de las guerras de siglos atrás. La caída del régimen sirio se da por segura. Pero lo que venga detrás puede ser una república islámica que agrave todavía más las cosas. Mientras tanto el conflicto se eterniza y cuando se escriben estas líneas parece muy lejos de terminar.

La guerra contra los islamistas en Malí, que amenaza con convertirse en un nuevo Afganistán y donde el resto de Europa ha dejado sola a Francia, completa un rompecabezas en el que Estados Unidos y la Unión Europea se juegan mucho, pero que no pierden de vista ni China ni Rusia. La partida de ajedrez quizás está todavía en sus primeros movimientos. Pero lo que ya está claro es que la primavera árabe no floreció.

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