Cultura

Bacall belleza fatal

  • La actriz, uno de los últimos mitos de Hollywood, fallece a los 89 años La viuda de Bogart fue una mujer andrógina y grave para Hawks, y amplió sus registros dramáticos con Minnelli y Sirk

"Mi obituario va a estar lleno de Bogart; estoy segura". Así de claro lo tenía Lauren Bacall, que falleció el martes a los 89 años y que siempre calificó su matrimonio con el famoso actor como el mejor tiempo de su vida, sin por ello olvidar que su mágica entrada en el mundo del cine (modelo de 19 años que pasa de la portada del Harper's Bazaar a compartir planos con la leyenda de Casablanca al ser descubierta por la mujer de Hawks) marcó irremediablemente su carrera, para lo bueno y para lo malo. Un asunto de hombres, podría decirse, con un escritor con altos niveles de testosterona -Hemingway-, un Pigmalión -Hawks- que buscaba a "una nueva Dietrich, más cálida", un género -el negro-, que permitía explicitar de nuevo los subtextos sexuales, y una estrella -Bogart- cuya aura parecía brillar más al contacto con la insolente belleza de la juventud. En Tener y no tener (1944), la película de las frases lapidarias que hoy leerán y escucharán por todos lados, Bacall no nació como actriz, sino como femme hawksienne: apariencia andrógina, movimientos felinos, voz de timbre grave…; mujeres duras para hombres duros, dentro y fuera de la pantalla (según cuenta una leyenda, fue la actriz -para ellos "den Mother"- la que calificó al grupo de amigos de Bogart durante los cincuenta como el "Rat Pack", al verlos llegar como despojos humanos tras una noche en Las Vegas). En este modelo de mujer, basado, en el caso de Bacall, en una paradójica disyunción entre fragilidad y agallas, inocencia y poso, reincidirían Hawks y la Warner, dejando para la posteridad cinéfila y la nostalgia entre bocanadas de humo una serie de títulos -El sueño eterno (1946), La senda tenebrosa (1947) y Cayo Largo (1948)- que fueron poco a poco agotando el esquema y confinando a la actriz en un margen interpretativo demasiado estrecho pero a la vez cómodo para su falta de experiencia (el fracaso de Agente confidencial, en 1945, habría acrecentado sus muchas y lógicas inseguridades).

Quizás, en definitiva y citando a Godard, el de Bacall -nacida en Nueva York como Betty Joan Perske en 1924- respondió desde sus inicios a otro caso de "belleza fatal", de chicas jóvenes y atractivas que alimentaron la máquina hollywoodiense y los sueños cinéfilos gracias al embalsamamiento de sus cuerpos y sus gestos; así, a nadie le debe sorprender saber que la mirada de abajo a arriba que lanzaba la actriz a Bogart y que habrá colgado y colgará reproducida en miles de cuartos y de vestíbulos de cines se debía a que Bacall sólo podía controlar así el nerviosismo y el temblor de su cuerpo frente a la cámara y al actor, plegando la barbilla contra su cuello. Llegada la década de los cincuenta, Bacall, uno de los grandes iconos del cine negro, no parecía poder competir con femmes fatales como Joan Crawford, Bette Davis o Barbara Stanwyck, y la esporádica apertura a otros géneros no daba la impresión de que fuera a modificar demasiado su carrera: Cómo casarse con un millonario (1953), Mi desconfiada esposa (1957) y, especialmente, Escrito sobre el viento (1956), amplían los registros de la actriz, pero, sobre todo, contribuyen, de la mano de Sirk o Minnelli, a revivir su olvidada y marginada pasión por el arte dramático, su principal fuente de alegrías profesionales en las siguientes décadas.

Así, muerto Bogart en 1957, Bacall enterró con él un poco el cine, y desde entonces, los riesgos los iría a correr al teatro. Son años de estrenos y éxitos sobre las tablas: Goodbye Charlie (1959), Cactus Flower (1965), Applause (1970), La mujer del año (1981)… Harold Pinter la dirigirá en Dulce pájaro de juventud (1985) de Tennessee Williams, y Terry Hands en La visita (1995) de Friedrich Dürrenmatt. Durante todo este tiempo el cine la reclama para papeles secundarios, que cumple con profesionalidad, y puede que convenga revisarla en películas como Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966) o El último pistolero (Don Siegel, 1976), antes que en El amor tiene dos caras (Barbra Streisand, 1996), que supondría su única nominación al Oscar (que más tarde, en 2009, recibiría de manera honorífica). Que el vínculo de Bacall con el cine trasciende el arte de la interpretación, es decir, que el azar quiso que su cuerpo fuera ante todo el receptáculo de una memoria -la de lo clásico, podríamos resumir- que vigila, habita e incluso envenena el presente del cine y el audiovisual, lo ha comprendido un exiguo puñado de cineastas que fue reclamando a lo largo de los años su presencia cargada de simbolismo y magnetismo, confirmando que este arte caníbal siempre gustó de los extremos -de la carne fresca y de la que enseña el trazo del tiempo antes de los gusanos- y que el actor, en tanto cuerpo, siempre es un médium. Y, de esta manera, podría pensarse en un pack Bacall fuera del pack Bogart: Prêt-à-porter (Robert Altman, 1994), Dogville y Manderlay (Lars von Trier, 2003, 2005), Reencarnación (Jonathan Glazer, 2004) y The Walker (Paul Schrader, 2007).

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